Alejandra Gutiérrez Valdizán /

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gafes y kaibiles, funciona con un estilo militar. Ellas, al igual que sus 
compañeros colaboradores, tienen que vivir en comunidad.  Con-
viven las 24 horas en las casas a las que son asignadas y de las que 
pueden ser trasladadas por necesidades de seguridad de la orga-
nización. Tienen permisos esporádicos para visitar a los hijos.

Depende del comandante la suerte que correrán. Los hay serenos, 
organizados y respetuosos. Los hay machistas, prepotentes, autori-
tarios y violentos. Ana y Carmen, cada una en diferente momento 
y lugar, explican el mismo revés: estar bajo el mando de un coman-
dante brutal. Cuando hablan no hay dolor, hay rabia.

Una mala mirada, una contestación inoportuna, un descuido pro-
voca el castigo: Uno, el “chiriguataso”, con la mano empuñada se 
deja el dedo medio apretado entre los otros dedos y ¡zaz!. El golpe en 
la parte baja del cráneo, donde finaliza el cuello, en ese hundimiento 
sensible, que además de un fuerte dolor, despierta la ira.

Dos, “la tableada”. Un trozo de madera, de unos 15 centímetros 
de ancho por un metro de largo (Carmen, indica con las manos las 
dimensiones aproximadas, y mientras lo hace parece volver a ver el 
despreciable objeto del castigo).

La tableada directo a las nalgas, a las piernas. Carmen la sufrió y 

quedó morada por varios días. Humillada y adolorida.

Tres, “la amarrada”, el castigado es atado a un árbol o a un palo, 

en algún sitio de la casa, de la finca o “del monte” en donde estén; y 

puede pasar semanas con la mínima ración de alimentos. Ninguna 

de las mujeres que hablaron sufrió el castigo, pero vieron cómo se 

aplicaba. Y eso puede ser una eficaz arma disuasoria.

Bueno, está el cuarto, el que sólo mencionan al pasar: la muerte. Cu-

ando ha habido una traición profunda. Cuando algún colaborador 
se quiere pasar de listo e iniciar su propio negocio o se le descubre 
haciendo pactos con otros grupos, los tradicionales; simplemente de-
saparece.