Alejandra Gutiérrez Valdizán /
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Sobra una rocola y hace falta un ataúd. En la cantina sin nombre todo es un
poco lúgubre, un poco sucio, un poco triste. Un poco como un funeral. Uno
de los hombres aprieta a una mujer por la cintura y se tambalean lentamente
frente al aparato lleno de luces del que sale la música. No se miran uno al otro.
En una silla pegada a la pared, otra mujer está sentada junto a un hombre
mayor, los separa una mesa atestada de litros vacíos de cerveza. Ella hace
esfuerzos por no dormirse, sus párpados se cierran por largo tiempo hasta
que frunce la cara y vuelve a servir más cerveza. Sólo en el rincón hay un
ambiente festivo, más botellas sobre la mesa, mientras un individuo fornido,
con chaleco de guardaespaldas, se sienta junto la mujer del güipil más lujoso.
Es posible detectar a quién le va mejor en la vida por el güipil, mejor económi-
camente. Los bordados de estas blusas de las indígenas mayas son más ricos,
más cuidados, la tela más fina. La luz aquí es escasa y las paredes sucias, des-
cascaradas, amarillentas, están cubiertas por afiches con mujeres rubias, teto-
nas, altas y en bikini que promocionan cerveza. Contrastan las modelos de las
fotos con las q’eqchíes que atienden el local.
I.
La escurridiza red de
los cuerpos ocupados