Alejandra Gutiérrez Valdizán /

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-Siempre aprendí que en esta vida todo se arregla con dinero.

Ella viene de una familia, de clase media alta, de la Ciudad de 
Guatemala. A pesar de que ahora dice que ha aprendido que no 
es así, que no todo se arregla con dinero, sigue solucionando al-
gunos asuntos cotidianos tras las rejas con eso, el dinero. Paga la 
“talacha” –la limpieza obligatoria- y el lavado de su ropa. Otras 
reclusas hacen el trabajo. En prisión también hay clases; si se 
tiene dinero, se está mejor. Ana se salva, tiene dinero para pagar, 
no dice de dónde lo saca.

Ana empezó haciendo pequeños encargos para la organización, 
hasta que fue reclutada con la condición “entrás aquí y ya no po-
dés salir”. Ella conducía por la carretera y retaba a los policías, 
los saludaba. Los halcones la alertaban de los puestos de registro 
en el camino, pero ella no se amedrentaba, le gustaba aquello. 
Con cocaína o con armas en el auto, daba igual, se sentía poder-
osa, se decía a sí misma: “Qué cabrona soy”.

-Yo tengo el problema que a mí nada me da miedo, ni la muerte 
creo yo, aunque yo mire las balas encima, tal vez reacciono, pero 
no me meto debajo de un escritorio, veo cómo le hago. No tengo 
miedo, ese es mi problema.

-¿A quién le querías demostrar que eras cabrona?

-A mí misma.

Explica con orgullo que en muchos casos ella era la única entre un 
grupo de hombres. Se sentía bien. De pronto regresa a la historia 
familiar, a aquella familia en donde un hombre se encargaba de 
agredirla. Recuerda el abandono de su pareja, que la dejó con un 
hijo y nunca supo más de él, la rabia se esconde en sus ojos oscuros.