Alejandra Gutiérrez Valdizán /
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Alejandra tuvo una epifanía cuando estaba atiborrada de cocaína,
tendida sobre la cama de un hotel y creyó morir. No podía moverse,
pero alcanzó a escuchar cómo los compañeros, los del despacho de
trámites con quienes trasladaba droga de un lugar a otro de la ciu-
dad, con los que picaba coca y se iba de fiesta, planeaban dejar su
cadáver en aquella habitación. Logró reponerse, salir del hotel y
huir.
Se fue de la capital y no dejó rastros. La buscaron, al principio, y
luego ya no preguntaron más: todos presumieron que se había ido
al norte. Dejó las drogas y meditó. Ahora, Alejandra respeta hasta
los carteles de no fumar.
Cuando el pacto se rompió
Fue el 15 de agosto, el día de la virgen de la Asunción. En la capital
hay feria, es descanso oficial, hay rueda de chicago y buñuelos y
garnachas, algunos le dejan flores a la imagen. Fue en 2005, ese 15
de agosto, cuando algo se resquebrajó, en las entrañas de los barrios
y de los suburbios más empobrecidos, las llamadas “zonas rojas”.
En general, los ciudadanos que viven en los cascos urbanos “se-
guros” y los que viven en las áreas rurales pobres, desconocen que
el país tiene una herida que supura desde aquel 15 de agosto. Pero
ellos, los que estuvieron allí cuando las granadas explotaron, los
que vieron balas, machetes y sangre brillar: lo recuerdan. Está en la
memoria de los que intentaban huir, pero les era imposible porque
estaban en prisión. El estallido fue en la cárcel Los Hoyos, en Es-
cuintla, en la Costa Sur de Guatemala.
El día de la Virgen de la Asunción de 2005, se rompió el Sur.
Alguien reventó una granada, disparó, lo siguieron otros. La prensa