Alejandra Gutiérrez Valdizán /

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Eran los noventa, cuando aún no se habían firmado los acuerdos de 
paz en Guatemala (1996). El padre golpeaba a la madre, y Alejandra 
era la encargada de organizar el plan de evacuación cada vez que el 
hombre cruzaba ebrio la puerta de casa. Abrigaba a sus hermanos y 
se los llevaba por la puerta de atrás. Se refugiaban en un rincón que 
los mantenía alejados de la mirada del padre, pero desde allí veían 
las palizas, escuchaban los gritos y “casi” eran testigos de cómo el 
padre violaba a la madre. El tío, hermano del padre, militar, abusó 
de Alejandra. Ella nunca pudo contarlo.

Alejandra parece uno de aquellos boxeadores con cicatrices, nariz 
rota y raspones que vuelve a lanzarse al ring. Habla y da la impre-
sión, con cada anécdota, de que las costras volverán a sangrar. Pero, 
en el momento preciso, se dulcifica, cambia de capítulo y habla del 
amor, de sus hijos, de su nueva vida.

-Nunca había contado tanto de mi historia- dice, a veinte años de 
que empezara  la caída  veloz y prolongada en el tobogán.

El primer resbalón de Alejandra fue en las maras. Ahora, aquello 
parece un juego de niños.

-Sí, había peleas y defendíamos nuestra cuadra. Pero las peleas eran 
a pedradas o a botellazos.

Ya no es así. Las maras no se habían convertido en cerradas pandil-
las, con fuertes niveles de compromiso, con jerarquías más definidas 
y con claras tendencias delictivas. Ahora, ella tiene que caminar por 
los territorios que son ocupados por las nuevas organizaciones.  Una 
serie de cambios, entre ellos las deportaciones de los migrantes o hi-
jos de migrantes de Estados Unidos, que pertenecían a las pandillas 
de allá  trajo nuevos bríos, consolidó a aquellos grupos desorganiza-
dos y los convirtió  en lo que son ahora: objeto de algunas campa-
ñas electorales que ofrecen “terminar con ellos”;  objeto de terror,