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/ De esclavas y de siervas: víctimas del crimen en Guatemala
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un vaporoso polvo blanco, listo para inhalar. Hace un salto mortal y
confiesa la angustia que sentía ante la imposibilidad de quedar em-
barazada y no poder alcanzar su profundo deseo de tener un hijo. Es
como hacer zapping entre una película sangrienta de acción y una
sufrida novela de amor.
Ella parece irrompible. Ella pide no ser identificada, pero toma la
iniciativa y elige cómo quiere ser nombrada: Alejandra.
A esa hora, en el patio de un café del centro de la ciudad no hay
nadie más. Alejandra está sentada frente a un café y un sándwich.
En una de las paredes hay un cartel de “no fumar”. No hay más cli-
entes, los empleados están a varios metros de distancia, la tentación
de romper la regla es mucha. Alejandra, la que entrevista, saca un
cigarro y fuma. Alejandra, la que cuenta su historia, ve con deseo la
cajetilla de cigarros, pero se excusa:
-No, yo mejor no. Ya bastantes veces he roto las reglas.
Hace un gesto que pretende ser una sonrisa, burlándose de su propio
chiste. Esta mujer no tuvo ningún reparo en disparar a quemarropa
a dos tipos que habían herido a su hermano, en plena Terminal –la
central del comercio y los autobuses urbanos y extraurbanos en Ciu-
dad de Guatemala-, a la luz del día.
Tiene 36 años y ha sido testigo, actriz y víctima de las transformacio-
nes que ha vivido el crimen organizado en los últimos años. Ella ya
no está allí, pero en ese mismo proceso de reinserción y por haberse
quedado en el mismo barrio continúa cercana a pandilleros, ex pan-
dilleros y ex presidiarios. Le gusta utilizar la palabra disidente. Le
gusta considerarse disidente y le gusta más aún invitar a otros a serlo.
Ella sigue viviendo en ese mismo suburbio de la capital de Guate-
mala, que los vecinos de zonas de clase media y alta sólo conocen
por la nota roja de los diarios.