Alejandra Gutiérrez Valdizán /
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por su condición de mujer. El asunto es evitar que caigan. ¿Por qué
tenemos que esperar que los maten para ayudarlos? ¡Hasta que uno
no tiene el problema adentro no se preocupa!”
Barilli habla desde la frontera, desde su encuentro con el drama de
los migrantes. Desde la casona azul ve pasar a seres humanos que
quizás, a pesar de las charlas de prevención, lleguen a caer en una
red.
Y es que no hay mejor símil para esas organizaciones que el de “red”,
ese tejido que cruza fronteras, ríos, que lleva a sus víctimas en avión,
en camioneta o picop. Que atrae a las mujeres pobres de los pueb-
los de las Verapaces a una cantina destartalada en la capital, o a las
que buscan llegar al norte, o a las colombianas o rusas a quienes les
ofrecen trabajo de modelo en un país de Centroamérica. Redes que
funcionan a través de la red del Internet –con pornografía y promo-
cionando lugares de explotación-.
Es complicado detectar a las víctimas, están en las sombras. Pero es más
complicado definir a los victimarios: Son la sombra.
El territorio de la trata y la explotación es amplio y líquido; la penumbra
entre la legalidad y la ilegalidad hace a las redes más inasibles. Desde
las pequeñas cantinas que funcionan bajo la inocente fachada de un
expendio de licor -cuyo señuelo es a través de “captadores” locales o de
las mismas víctimas que sin saberlo se convierten en tratantes al reco-
mendar a una vecina del pueblo su lugar de trabajo. Hasta los “night
clubs” con mujeres extranjeras que en la mayoría de casos llegan con la
promesa de un contrato como modelos y edecanes y se ven obligadas a
estar allí por deudas pendientes –el boleto de avión, las cirugías plásti-
cas, el hospedaje, las amenazas-. Hasta los lugares más subterráneos: las
casas clandestinas que prohíben la salida de las víctimas. Hay diversidad
de nichos de mercado y éstos son aprovechados por diversidad de orga-
nizaciones.