Alejandra Gutiérrez Valdizán /

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tades, de los vecinos que dicen cosas de la gente de la vida alegre. 
Abusan sexualmente de uno y no pagan, lo golpeaban a uno. Yo 
siento que esta vida no tiene nada de alegre.

Carolina continúa con una rocambolesca biografía que incluye el 
trabajo en otro local donde las que la maltrataban eran las compa-
ñeras de trabajo. Sigue la convivencia con un hombre, con quien 
tuvo siete hijos, que fue alcohólico y la golpeaba. “Me dio una vida 
digna”, dice ella. El primer hijo, el que nació de un padre descono-
cido mientras ella estaba encerrada, fue asesinado en Mazatenango 
hace unos años, había sido pandillero, se había retirado de la pan-
dilla, pero lo encontraron y lo mataron. “Dicen que fue una equivo-
cación, pero yo estoy segura que era a él a quien iban a buscar”.

Otra pequeña murió a los cinco meses. Abandonó a su marido por 
los malos tratos y volvió a las calles, en donde se volvió adicta al al-
cohol y  drogas, se enamoró de un hombre que vivía en la calle y allí 
tuvo otro hijo con él, el bebé que ahora sostiene en brazos. Ahora se 
refugia con Yanira Tobar, huyendo de más maltratos. Una tragedia 
que se definió el día que fue llevada a aquella casa, esclavizada en 
zona 6, una de las áreas en las que 20 años después siguen escondi-
das casas clandestinas y donde también se encuentran una serie de 
“night clubs”, con los papeles en regla, en los que las autoridades 
han hallado a decenas de mujeres centroamericanas encerradas.

La historia de Carolina, cuando fue vendida y fue violada por un 
tipo que se escondía en un armario, sucedió hace 27 años. Cuando 
no había legislación, cuando no se hablaba del tema, cuando no 
había un relator de Naciones Unidas. Cuando se cometía un delito, 
pero nadie lo veía, o no se consideraba delito. Carolina, de hecho, 
pensaba que estaba pagando una deuda de su tía, no se sabía víc-
tima. “Hasta ahora lo estoy pensando”, dice.

Rodolfo Kepfer es psiquiatra y ha dedicado su carrera a investigar el tema de