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/ De esclavas y de siervas: víctimas del crimen en Guatemala
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narcomenudeo en las esquinas y, susurra una, también en algunas cantinas.
“Aquí no pasa nada”, dice otra, “mi primo es policía”. Y en efecto, entran dos
agentes a la cantina sin nombre, dan un vistazo y se van. Y no pasa nada.
Uno de los clientes, el de pelo corto, confiesa: “Yo soy policía, pero a ellos no
les digo nada”, y muestra una fotografía uniformado. Ellas murmuran que
hay que tener cuidado, junto a la mesa del policía, el que invita agresivo a
bailar es el asaltante de la cuadra, todos saben que es el que se encarga, pistola
en mano, de robar celulares por la zona.
La pequeñita asegura tener novio y nos informa que a él no le gusta que
trabaje allí. Para que no la oiga la jefa, baja la voz y adelanta que se irá al día
siguiente, se va a otra cantina por El Trébol, donde sí les dan comida. La en-
cargada que hace unos minutos era altiva y decía que no hay que ser tontas y
que no hay que pensar, ahora también se quiebra: llora, su esposo está preso,
ella tiene que trabajar por sus hijos, que están al cuidado de su madre en Vera-
paz. “Mañana lo voy a ver a la cárcel”, solloza, e intenta secarse las lágrimas.
La pequeñita asegura que el jefe porta pistola –nada extraño en Guatemala,
un país de 14 millones de habitantes, donde se calcula que circulan más de un
millón de armas de fuego, 800 mil sin registro–.
Sigue lloviendo. Nos vamos. Dejamos tras las cortinas a las mujeres, recordar
a sus hijos las ha puesto tristes. Se quedan alrededor de la mesa. Los autos y la
lluvia acallan la música de los otros negocios, entran parejas a los hoteluchos.
El semáforo parpadea. En la cantina sin nombre ya no suena la rocola.
A ciegas en el laberinto
Parece una escena inofensiva y de tan cotidiana, normal. Las mu-
jeres no están atadas y parecieran no estar forzadas a estar allí. No
hay despliegues espectaculares de hombres armados y fuerza. El
dueño de la cantina sin nombre es un solo hombre, al menos es lo