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unos juicios que habían escalado tan alto en la je-
rarquía como para importunar a un viejo dictador.
Por el otro, el gobierno se había empeñado en una
reforma constitucional que se anunciaba como un
intento por reconocer los derechos de los pueblos
indígenas y darle carta de legalidad a los Acuerdos
de Paz de 1996. El secretario parecía íntimamente
implicado en los dos.
Recordé la derecha, conservador, pensé qué
derecha, qué conservador, pensé secretario, pensé
qué proyecto para la secretaría. Y todo me pareció
tan intrigante, tan desafiante.
Me intrigó primero y me obsesionó después,
Arenales Forno.
Organicé la documentación y las entrevistas –y
serían cerca de treinta– de tal manera que me to-
maran las dos primeras semanas; la tercera me sen-
té a escribir o más bien me levanté a pensar: la es-
cena inicial había surgido con naturalidad pero era
obvio que no había logrado encontrarle aún la
coherencia a toda la información paradójica en
apariencia, discordante, contradictoria, que había
acumulado sobre Arenales Forno. (Muchas de sus
lealtades –muchos de sus valores, muchos de sus
amigos, varias de sus ideas y picardías– eran dife-
rentes a las lealtades de los de su clase, de las pro-