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Y repitió (con severidad, conminatorio) pero lo
hacés (y sugirió, soñadoramente) ¿Para febrero?
Y yo: “…, ¡… … …!”, con cara de ahorano-
mevaadartiempo.
Lo hice (pero sería más preciso decir que lo re-
tomé, porque no fue para febrero ni para marzo ni
abril ni mayo, sino para junio: otros compromisos,
otras crónicas, ediciones, planes habían devorado
esos meses) y le dediqué casi el mes entero: tres
semanas.
Desde enero hasta entonces había pasado algo,
varias cosas. Arenales Forno dio un par de titulares
suculentos y extraños.
Era raro que el secretario de la Paz, que debía
articular las políticas destinadas a consolidar la
Paz, la Memoria Histórica y a honrar y resarcir a
las víctimas, negara, tajante, el genocidio de mayas
en la guerra civil, y parecía un error de cálculo que
cerrara el Archivo de la Paz, una ignota dependen-
cia en la que se custodiaban e investigaban copias
de papeles que documentaban la guerra y las estra-
tegias del Estado. Simultáneamente ocurrían dos
acontecimientos disonantes. Por un lado, se desa-
rrollaba una espesa campaña para desactivar los
primeros juicios en contra de militares acusados de
haber cometido genocidio en los años ochenta,