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nombramiento de Arenales Forno había pasado
casi desapercibido, como algo marginal que no
merece ni siquiera el segundo plano.
Pero ni era marginal ni merecía el segundo
plano.
Uno de esos días, Martín Rodríguez, mi jefe en
el pequeño medio digital en el que trabajo, me dijo
que saliéramos de la oficina charlar un rato: quería
hablarme de Arenales Forno.
Nos sentamos bajo los árboles y comenzó a
parlamentar. Me contó que lo había tratado muy
someramente hacía casi una década, y me dio sus
impresiones sobre aquel tiempo y aquel hombre.
Creía no exagerar cuando decía que se trataba del
conservador más inteligente en un gabinete tan
repleto de conservadores que el progresismo casi
parecía un anatema.
Martín estaba al tanto de algunos de los cargos
que Arenales había ocupado como diplomático en
los últimos años y le entendí que había llegado a
considerarlo uno de los operadores más hábiles de
la derecha –así lo dijo: la derecha, resumió, como
si el término fuera unívoco y no recogiera artera-
mente una asombrosa colección de los especíme-
nes más variopintos, más contradictorios, más en-