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iba con el abogado, me había asegurado con admi-
ración que le parecía “probablemente el hombre
más inteligente de este país” y, mitad burlón mitad
en serio, quería quitarme la idea de que Arenales
era el demonio encarnado, lo que según él yo sos-
tenía. Al fin y al cabo lo que sucedía, sugirió, es
que muchas de sus decisiones recientes estaban
siendo malinterpretadas o manipuladas.
Antonio Arenales Forno había sido clave en
la adhesión final de Guatemala al Estatuto de Ro-
ma y a la Corte Penal Internacional, había partici-
pado en los arreglos diplomáticos para el debate
sobre la descriminalización de las drogas (intentó
entibiar la iniciativa) y había ayudado a escoger a
los disímiles miembros del equipo de reforma
constitucional. Pero si por algo estaba en boca de
todos era porque hacía poco había anunciado el
cierre de la dirección de Archivos de la Paz y eso
había sacado a flote una entrevista de febrero en
que se mostraba indignado por que se afirmara que
en Guatemala hubo genocidio.
Álvaro Colom, el presidente del Gobierno ante-
rior, había sostenido lo contrario y pidió perdón a
las víctimas. A partir de esa idea, Orlando Blanco,
un activista de derechos humanos cercano a la gue-
rrilla al que Colom nombró su secretario de la Paz,