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cipio, y lo hice sobrevolándolo en espiral: primero
hablé con varias personas que nos conocían a am-
bos y les pedí que me allanaran el camino, después
bastó un simple correo electrónico para concertar
una cita y convencerlo de que tuviera lugar en su
casa.
Lo de su casa era importante, creía yo, para el
texto pero sobre todo para las fotos. Estaba con-
vencido por algunas conversaciones de que la de-
coración de su apartamento, el tipo de mobiliario,
la combinación de las imágenes religiosas con las
paganas, el arte moderno y el antiguo, los libros,
todo, iban a resultar una composición perfecta para
ilustrar el carácter aristócrata del diplomático.
La idea sobre lo que quería conseguir en el per-
fil la tenía bastante clara desde el principio de la
investigación. Lo que me interesaba era compren-
der al político –su trayectoria, el correr paralelo del
país y de los de su clase, y sobre todo, sus desig-
nios– y me alejé voluntariamente del relato de su
vida familiar o personal. No quería morbo. No me
interesaba demasiado su infancia. No me interesa-
ba si le gustaban las flores o si maltrataba a su pe-
rro.
A menos que eso tuviera que ver con sus actos
o su pensamiento político.