Louisa Reynolds /

Pz

P

8

rreno. Para ello habían adoptado el método de dividir los te-
rrenos, numerarlas de manera sucesiva y sortearlas entre las 
familias que llegaban, de manera que nadie pudiera alegar 
que se habían distribuido en base a favoritismos personales.

Los terrenos se medían a ojo y no se utilizaba un registro 
de medidas. En ese proceso desordenado de colonización en 
el Petén, cada líder comunitario tenía su propia manera de 
distribuir las tierras.En otras parcelas,simplemente llegaba la 
gente y agarraba su pedazo, motivo por el cual la distribu-
ción de las parcelas se conocía como “las agarradas”. En el 
caso de Dos Erres se rifaban las tierras.

Cuando Juan Pablo Arévalo escuchó hablar de la nueva co-
munidad de Dos Erres, no dudó en empacar sus pertenencias 
y llevarse a su familia a Las Cruces, que en aquel entonces 
era una aldea de 20 casas, con una escuelita con paredes de 
guano y una cancha de fútbol. Allí dejó a su esposa mientras 
emprendía la ardua tarea de ir limpiando su nueva parcela 
en Dos Erres, hasta que cinco años más tarde, logró cons-
truir un rancho.

Así solían hacer la mayoría de los colonizadores: dejaban a 

sus familias en Las Cruces, y poco a poco iban migrando de 

forma parcial a los nuevos caseríos y aldeas como Josefinos, 

Palestina y Dos Erres.

“En Dos Erres las parcelas medían dos o tres caballerías y al-

bergaban a tres o cuatro familias mientras que en Retalhuleu 
no teníamos ni un pedacito de tierra”, explica Saúl.

Talar la selva sin motosierras ni vehículos era una hazaña de 
titanes. Con machete en mano se iban abriendo paso bajo el 
sol abrasador, espantando de vez en cuando a los zancudos 
que portaban enfermedades como el dengue, la malaria o el 
paludismo.