Louisa Reynolds /
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Cruces pero los soldados del destacamento les impidieron la
entrada. No tuvo más remedio que aceptar lo que le habían
dicho todos: todos sus familiares estaban muertos y ni siquie-
ra tendría la oportunidad de sepultar sus restos.
“Desde la muerte de ellos no he regresado porque me trae
recuerdos muy fuertes”, explica Elvia con voz entrecortada.
Hasta los 18 años, Elvia siguió viviendo con su maestra y hoy
trabaja como secretaria en la Gobernación departamental
de Petén.
Se casó y tuvo dos hijos, pero hace unos años su esposo fue
asesinado en un incidente del cual prefiere no hablar.
Durante una reunión de Famdegua, hace dos años, Catali-
no González se acercó y le presentó a su hijo Esdras. Elvia
escudriñó su rostro moreno y salió a flote el recuerdo de sus
días de escuela, antes de la masacre, y de un niño molestón,
que tenía la costumbre de esconderle la bolsa para atraer su
atención.
“Yo pensaba que Elvia era bonita. A esa edad, uno siente
quién le gusta pero tiene mente de niño. Por eso me daba por
molestarla y le escondía el bolso y los lápices”, dice Esdras,
esbozando una sonrisa. Ese reencuentro marcó el inicio de la
relación entre Esdras y Elvia.
Lesbia sigue desempeñándose como maestra y cada 7 de di-
ciembre manda a oficiar una misa por aquellos niños cuyos
rostros quedaron plasmados para la posteridad en las foto-
grafías que les tomó para el Día de las Madres.
XXX
José León Granados Juárez tenía poco más de veinte años
cuando ingresó a Dos Erres después de la masacre y recono-
ció a su padre y a su tío entre el amasijo de carne putrefacta
que halló en La Aguada y que los zopilotes devoraban desde
hace días.