Louisa Reynolds /

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mana pueda tenerlo frente a sus ojos, abrazarlo, pasear con 
él, cargar a los nietos, recuperar por unos instantes fugaces 
un retazo de la vida que le fue arrebatada el 7 de diciembre 
de 1982. Pero queda un último obstáculo: su hijo necesita 
regularizar su situación migratoria y acogerse al programa 
de refugiados.

“Primero me dijeron que sería en enero, luego en febrero, y 
sigo esperando”, dice Castañeda.  “Espero que Dios me dé 
suficiente vida…”

XXIX

Subimos a una lancha en el embarcadero de la Isla de Flo-
res para cruzar el Lago Petén Itzá y llegar a la aldea de San 
Miguel. Durante el corto trayecto, Elvia Luz Granados Ro-
dríguez me cuenta que tenía 14 años cuando se enteró  de 
que sus padres y hermanos habían muerto. A su lado se en-
cuentra sentado Esdras González Arreaga, hijo de María 
Esperanza Arreaga, la mujer que había entrado a Dos Erres 
después de la masacre y había abrazado contra su pecho los 
diminutos zapatitos de sus dos hijas, que yacían muertas en 
el fondo del pozo Arévalo.

Cuando escucha el nombre “Dos Erres”, una señora que 
se encuentra sentada junto a mí y que comparte la lancha 
con nosotras le pregunta a Elvia: “¿Usted es sobreviviente de 
allá?” y cuando ella asiente comienza a repetir “Jesús bendi-
to,  Jesús bendito”, como quien repite un conjuro para alejar 
a un demonio;, cosa rara ya que hoy muchos peteneros, in-
cluso aquellos que habitan en Las Cruces, desconocen lo que 
ocurrió el 7 de diciembre de 1982.

Llegamos a San Miguel y nos dirigimos a una casa con vista 
al lago, donde nos recibe Lesbia Tesucún, una mujer con 
ojos achinados que brillan con un toque de picardía y meji-