Louisa Reynolds /

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Hoy, el parcelamiento de Dos Erres, en Las Cruces, Petén, 
donde ocurrió una de las masacres más atroces del conflic-
to armado interno, es una llanura inmensa, bordeada con 
alambre de púas, donde pasta apaciblemente un hato de 
reses. Han desaparecido las enormes milpas, los campos de 
frijol, de piña y de maní y donde antes comenzaba la vereda 
para ingresar al terreno hay un portón metálico despintado 
con las palabras “Finca Los Conacastes. Propiedad Priva-
da”.

El pozo donde quedó sepultado Juan Pablo Arévalo junto 
con sus familiares, vecinos y amigos, ya no existe. En su lugar 
hay dos crucecitas blancas, colocadas discretamente para no 
atraer la mirada de la familia Mendoza, ahora dueña del 
lugar, y señalada, desde hace años, como uno de los mayores 
carteles del narcotráfico en Guatemala.

Pero ni los cambios que ha sufrido el lugar, ni el paso de 
los años han logrado desdibujar el mapa mental que Saúl 
conserva del parcelamiento, y señala con precisión dónde se 
encontraban las dos iglesias, una católica y otra evangélica, 
la escuela, su casa y la de sus vecinos.

El segundo apellido de Federico Aquino Ruano junto con el 
primer apellido de su primo, Marco Reyes, fueron las “erres” 
que le dieron su nombre a la comunidad.

Si hoy en día Dos Erres es un lugar remoto -al que se arriba 
después de un viaje de casi tres horas en microbús de Flo-
res, capital departamental de Petén, a Las Cruces, más otro 
trayecto de casi una hora en pickup por un abrupto camino 
de terracería- a inicios de los años 70, era, como se dice po-
pularmente en Guatemala, el lugar “donde el diablo dejó