Louisa Reynolds /
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El muchacho lanzó un alarido de dolor, salió corriendo de la
casa y quedó tendido a media calle, inconsciente. Los veci-
nos sacudían la cabeza y decían: “hasta que por fin lo mató”.
De no ser por un vecino que se apiadó de él y lo llevó al
hospital, es muy probable que ahí lo hubieran dejado hasta
que se desangrara.
Ramiro narró el episodio ante el tribunal, apretando los
dientes para evitar que se le quebrara la voz. Hoy tiene 34
años y jamás ha recuperado la sensibilidad en los dedos de
la mano derecha.
Durante años, López Alonso había amenazado con matar-
lo si trataba de huir. Paradójicamente, cuando cumplió 18
años, Ramiro se enlistó en el ejército, el mismo ejército que
había masacrado a sus padres y hermanos, ya que pensaba
que era el único lugar donde estaría a salvo.
Pero poco tiempo después, Famdegua comenzó a investigar
su caso y a buscarlo, sospechando que era uno de los niños
que habían sobrevivido a la masacre y habían crecido con
identidades falsas.
Cuando la noticia de que Ramiro era un sobreviviente de
Dos Erres llegó al destacamento de Zacapa, comenzaron a
verlo con creciente recelo. Un día, López Alonso fue a bus-
carlo y le advirtió que debía huir porque de lo contrario lo
matarían. El hombre que lo había sometido a tantas vejacio-
nes y que sólo conocía el leguaje de los golpes le había dado
una insólita muestra de afecto, salvándole la vida.
Ramiro huyó a la capital, donde Famdegua le practicó la
prueba de ADN y comprobó que tenía abuelos, tías y tíos
por parte de su mamá y primos por parte del papá. Algunos
vivían en Chiquimulilla, Santa Rosa, de donde habían emi-
grado sus padres, y otros se habían quedado en Las Cruces.