/ El largo camino a la justicia

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arduas. Ramiro se levantaba al alba para ir a cuidar a los 
animales y trabajaba hasta las diez de la noche

Unos días le aventaba, de mala gana, un plato de comida y 
otros no, según el humor de la señora, siempre veleidosa.

A su hija, quien cumplió un año poco tiempo después de 
que Ramiro llegara a la casa, le inculcó el mismo odio que 
ella sentía, de manera que durante los años en que crecieron 
juntos, él sentía sobre su piel el desprecio profundo.

Ramiro jamás figuraba en los retratos familiares y cuando se 
celebraba algún cumpleaños a él le tocaba detener la piñata. 
A Ramiro le tocaban las sobras, los trabajos más duros, los 
desprecios, la humillación, para que jamás olvidara que no 
era parte de la familia.

Como llegaba exhausto a la escuela, le costaba trabajo poner 
atención en clase y era un alumno taciturno y retraído.

López Alonso era un bebedor empedernido pero por más 
aguardiente que tomara nunca lograba obnubilar completa-
mente su mente y olvidar aquéllas imágenes terribles que se 
entremezclaban entre sí: El Infierno, las humillaciones que 
había tenido que sufrir durante el entrenamiento para sobre-
vivir y ganarse su boina, las niñas que había tirado al pozo 
y cuyos rostros volvía a ver cada vez que miraba a su propia 
hija. Esas imágenes no dejarían de perseguirlo años después 
de que dejara el ejército.

El soldado llegaba a casa, borracho e iracundo, y arreme-
tía contra el niño con todas sus fuerzas cuando su esposa 
se quejaba de que no había hecho bien las faenas que tenía 
asignadas. Un día, cuando Ramiro tenía unos 14 años, lo 
agarró a puñetazos y a culatazos, le arrebató el machete del 
cincho y le cortó, de un tajo, las puntas de los dedos de la 
mano derecha.