Louisa Reynolds /

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Unos días después, contempló con una mezcla de curiosidad 
y espanto el enorme ave metálica, de color blanco con fran-
jas azules, que hacía remolinos al aterrizar en medio de la 
selva. El pequeño jamás había visto un helicóptero.

Todos subieron y volaron por los aires hasta llegar a un lugar 
grande y desconocido, donde el kaibil que lo conducía de la 
mano, Santos López Alonso, comenzó a enseñarle a pescar, a 
nadar, a agarrar el fusil. El kaibil se fue ganando la confianza 
del niño o tal vez el niño, solo y desamparado, simplemente 
no tenía otra persona a quien recurrir.

Originalmente Ramiro iba a ser adoptado por el teniente Ri-
vera Martínez, pero éste cambió de parecer y López Alonso 
decidió quedarse con el niño y llevárselo a su esposa, a quien 
le había dicho que en la base militar había unos niños que 
habían encontrado perdidos en la montaña y que “los esta-
ban regalando”, como si fueran cachorros. Ramiro todavía 
recuerda el interminable viaje de Petén a Retalhuleu y de 
una gallina que le regalaron en la escuela kaibil y que murió 
asfixiada en la caja donde la transportaba.

La esposa de López Alonso jamás se creyó la historia que 
le contó su marido. Ramiro tenía los ojos verdes y el cabe-
llo castaño claro, facciones ajenas que suponían la prueba 
irrefutable de que su esposo la había engañado y ahora pre-
tendía obligarla a cuidar al hijo de su amante. Como si esto 
fuera poco, López Alonso lo había registrado con sus propios 
apellidos como Ramiro Fernando López Alonso, lo cual, re-
presentaba para ella una afrenta insoportable. 

Viéndose en la imposibilidad de gritarle al marido y lanzar-
le los improperios que merecía, la esposa de López Alonso 
desfogó su cólera de mujer despechada con el niño, y desde 
el inicio le dejó claro cuál era su lugar en la casa. Desde pe-
queño, lo acostumbró a realizar las tareas domésticas más