Louisa Reynolds /
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nunca volver, y rezó para que se materializara ese bien tan
anhelado que muchos piensan que en Guatemala solo puede
darse como producto de un milagro: la justicia.
En la siguiente fila se encontraba Felícita Romero, quien
sostenía en sus manos el retrato, en blanco y negro, de una
mujer de unos 40 años, con el cabello recogido hacia atrás
en una moña. Era su madre, Natividad Romero, una de las
201 víctimas de la masacre.
Como dijo Édgar Pérez, abogado defensor de Famdegua,
en su intervención final, una maratón de oratoria de más de
dos horas–– las víctimas llevaban 30 años “corriendo detrás
de la justicia”.
Consciente de ello, la juez Valdez dijo que sobre sus hombros
pesaba el valor histórico de este juicio. Leyó un resumen de
los hechos en el cual explicaba que la declaración de los peri-
tos claramente había demostrado cómo el mismo Estado que
llevó a los campesinos a Dos Erres como parte de una políti-
ca que buscaba colonizar el Petén había utilizado al Ejército
para lanzar una ofensiva brutal en contra de las poblacio-
nes civiles que supuestamente apoyaban a la guerrilla, como
parte de la cual fueron ejecutados 201 hombres, mujeres y
niños inocentes.
Arévalo Lacs y los dos testigos protegidos habían confirmado
que Pedro Pimentel Ríos había formado parte de la patrulla
kaibil y habían citado incidentes específicos que denotaban
su crueldad y sangre fría, entre ellas el asesinato de una de
las adolescentes que habían sido sustraídas del lugar de la
masacre.
Cuando por fin leyó la sentencia: 6,030 años de prisión, 30
años por cada una de las 201 víctimas, más 30 años por deli-
tos contra los deberes de humanidad – violación de mujeres,
tortura y destrucción de la propiedad entre otros delitos – la
expresión que se leía en los rostros de las víctimas no era de