/ El largo camino a la justicia

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Juliana a ajustarse los audífonos sobre la cabeza, ya que pa-
dece de los problemas auditivos que conlleva la vejez.

La anciana se encontraba sentada a unos tres metros del 

aquel soldado con el lunar en el pómulo izquierdo que había 

entrado a su casa en la mañana del 7 de diciembre de 1982, 

tirando al suelo las tortillas, los frijoles y la leche, y exigiendo 

que le entregara las armas. Ese soldado era Pedro Pimentel 

Ríos y enfrentaba 201 cargos de asesinato y el cargo de deli-

tos contra deberes de humanidad.

Al ver el rostro de ese hombre volvió a revivir el terror que 

sintió cuando uno de los soldados le había sumergido la ca-

beza bajo el agua y, peor aún, la pérdida de su hijo Ramiro, 

de 23 años.

Suele pensarse que sólo los ojos lloran, pero no es así. Du-

rante la media hora que le tomó narrar su historia, la mano 

derecha de María Juliana, venosa, morena y cubierta de pe-

queñas manchitas cafés – la mano de una abuela – restrega-

ba su rodilla como si buscara aliviar un dolor intenso. Esa 

mano lloraba por el hijo que nunca regresó a casa.

Pimentel Ríos – un hombre de baja estatura y cabello ca-

noso, con un lunar en el pómulo – la miraba con la cabeza 

lijeramente ladeada, las manos entrecruzadas sobre la mesa 

y la expresión de quien está viendo una película que no le 

resulta particularmente interesante.

También testificó Salomé Armando, hijo de María Juliana, 

quien reconoció a Pimentel Ríos como el soldado que subió 

al púlpito de la iglesia y le gritó a las mujeres “¡Canten! ¡Can-

ten!”, entre risas burlonas.

“Él llegó a asesinar a mi familia”, dijo Salomé Armando se-
ñalándolo. En el rostro de Pimentel Ríos se dibujó un rictus 
sarcástico. Tranquilamente, destapó una botella de Gatora-
de y bebió.