Louisa Reynolds /
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Patricia Bernardi, Silvana Turner y Darío Olmo integraban
el equipo que llegó a Dos Erres a mediados de 1994, acom-
pañados de Farfán, del fiscal del Ministerio Público de San
Benito, Petén, y del juez de paz local, cuya presencia era
necesaria para validar legalmente los hallazgos.
No fue difícil ubicar el pozo ya que la estaca de guarumo
que Saúl Arévalo había clavado cuando se sentó a la orilla
a llorar en silencio la muerte de su padre, había retoñado y
se había convertido en un árbol grande y frondoso, alimen-
tándose de los restos de los hombres, mujeres y niños que ahí
yacían.
Cuando alcanzaron los dos metros de profundidad aún no
habían hallado nada y el fiscal dijo que se iba porque ahí lo
más que encontrarían eran huesos de chucho. Pero el juez de
paz se quedó y al mediodía apareció una camisa infantil que
contenía un pequeño esqueleto.
A los ocho metros aparecieron 10 osamentas masculinas
pero fue necesario detener la labor porque el suelo estaba
saturado de lluvia y las paredes del pozo amenazaban con
derrumbarse y dejar soterrados a los tres antropólogos y a
los campesinos que los ayudaban. No fue posible reanudar el
trabajo hasta el año siguiente y para el mes de junio habían
aparecido 162 osamentas.
Patricia Bernardi tenía una vasta experiencia en la exhuma-
ción de los restos que había dejado la ola de torturas, ma-
sacres y desapariciones que vivió América Latina durante
gran parte de la Guerra Fría. Había exhumado los restos de
los desaparecidos que dejaron las dictaduras de Argentina y
Chile, además de las 900 víctimas de la masacre de El Mozo-
te cometida por el ejército salvadoreño en 1981. Pero afirma