/ El largo camino a la justicia

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Catalino González también se topó con ellos y cuando le 
preguntaron qué había sucedido en Dos Erres, les contó, con 
la voz entrecortada, que sus dos hijas habían ido a un cum-
pleaños y no habían regresado. De ellas sólo habían quedado 
dos pares de zapatitos con sus calcetas.

Nunca supo cómo el subteniente Carías llegó a enterarse de 
que había hablado con esos hombres extranjeros. Tal vez lo 
estaba espiando, ese gran ojo que todo lo ve o tal vez lo escu-
chó ese finísimo oído que se escondía detrás de cada árbol, 
para luego ir corriendo a delatar a todo aquel que se atrevía 
a denunciar. Lo cierto es que Carías lo supo y no tardó en 
advertirle que si volvía a hablar, desaparecería de la faz de la 
tierra, así como habían desaparecido sus hijas. Con lágrimas 
en los ojos, Catalino quemó las fotos de sus hijas y hermanos.

Petronila López Méndez, quien había soñado con un cadá-
ver mutilado tres días antes de la masacre, había quedado 
viuda con su hijo David, de un año y siete meses y Alicia, 
una joven de 16. El padre del bebé que Alicia llevaba en su 
vientre también había ido a trabajar a Dos Erres y nunca 
regresó.

Para sostener a la familia, Petronila no tuvo más remedio 
que salir a trabajar al campo como hacían los hombres y 
mientras sembraba maíz en la Cuarta Agarrada, una finca a 
nueve kilómetros de Las Cruces, sentía la presencia del gran 
ojo que todo lo ve, el mismo que vio a Catalino mientras 
hablaba con aquellos hombres canches que habían llegado 
en helicóptero. Durante años, jamás repitió lo que el subte-
niente Carías le había confesado.

Así vivieron durante muchos años los sobrevivientes de Dos 
Erres y sus familiares: con un buitre de silencio que les roía 
las entrañas, como escribió el poeta guatemalteco Otto René 
Castillo. Aprendieron a callar para poder vivir.