/ El largo camino a la justicia
Pz
P
29
Catalino González también se topó con ellos y cuando le
preguntaron qué había sucedido en Dos Erres, les contó, con
la voz entrecortada, que sus dos hijas habían ido a un cum-
pleaños y no habían regresado. De ellas sólo habían quedado
dos pares de zapatitos con sus calcetas.
Nunca supo cómo el subteniente Carías llegó a enterarse de
que había hablado con esos hombres extranjeros. Tal vez lo
estaba espiando, ese gran ojo que todo lo ve o tal vez lo escu-
chó ese finísimo oído que se escondía detrás de cada árbol,
para luego ir corriendo a delatar a todo aquel que se atrevía
a denunciar. Lo cierto es que Carías lo supo y no tardó en
advertirle que si volvía a hablar, desaparecería de la faz de la
tierra, así como habían desaparecido sus hijas. Con lágrimas
en los ojos, Catalino quemó las fotos de sus hijas y hermanos.
Petronila López Méndez, quien había soñado con un cadá-
ver mutilado tres días antes de la masacre, había quedado
viuda con su hijo David, de un año y siete meses y Alicia,
una joven de 16. El padre del bebé que Alicia llevaba en su
vientre también había ido a trabajar a Dos Erres y nunca
regresó.
Para sostener a la familia, Petronila no tuvo más remedio
que salir a trabajar al campo como hacían los hombres y
mientras sembraba maíz en la Cuarta Agarrada, una finca a
nueve kilómetros de Las Cruces, sentía la presencia del gran
ojo que todo lo ve, el mismo que vio a Catalino mientras
hablaba con aquellos hombres canches que habían llegado
en helicóptero. Durante años, jamás repitió lo que el subte-
niente Carías le había confesado.
Así vivieron durante muchos años los sobrevivientes de Dos
Erres y sus familiares: con un buitre de silencio que les roía
las entrañas, como escribió el poeta guatemalteco Otto René
Castillo. Aprendieron a callar para poder vivir.