Louisa Reynolds /
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Mientras, el teniente Carías y sus hombres subían a los carre-
tones todos los bienes que encontraban a su paso: bicicletas,
cerdos, botes de miel, las guitarras de la iglesia.
Le dijo a Catalino que se llevara lo que quisiera de la casa
de su hermano antes de que le prendiera fuego a todas las
viviendas, pero él respondió que había venido a buscar a sus
hijas y hermanos, no a llevarse sus pertenencias. Días des-
pués, vio el caballo de su hermano en el destacamento mili-
tar de Las Cruces.
XII
Entre el grupo que ingresó al parcelamiento se encontraba
Saúl Arévalo. Encontró a Federico Aquino Ruano en su par-
cela, colgando de un árbol, con el rostro cubierto por un
enjambre de moscas. A unos metros encontró las botas de su
padre, las recogió y se las llevó.
Cuando llegó al pozo, vio que lo habían llenado de tierra y
que en la orilla había prendas de mujer desgarradas y ensan-
grentadas. Para comprobar que la tierra estaba fresca, arran-
có una estaca de guarumo y la clavó en el pozo, hundiéndola
con facilidad.
Luego se arrodilló junto al pozo y lloró en silencio, ahogando
las ganas de gritar “¡Malditos!” y escarbar con las manos esa
tierra movediza hasta encontrar el cuerpo de su padre.
Unas semanas después, mientras la familia Gómez Hernán-
dez, que había huido luego de que los soldados registraran su
casa y los amenazaran con regresar y “darles agua”, acam-
paba a la intemperie después de haber tenido que huir de
las Dos Erres, sintieron una ráfaga de viento que movía las
ramas y vieron aterrizar un helicóptero.
Contuvieron el aliento, temiendo que fueran soldados. Pero
no, eran unos hombres altos y canches, que hablaban un
idioma extranjero.