/ El largo camino a la justicia
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“¿Qué quiere? Él está ocupado.” le espetó bruscamente el
soldado de turno que vigilaba la puerta. Pero María Espe-
ranza tenía la certeza de que una cosa terrible había sucedi-
do y no se iría sin ver al teniente.
Cuando Carías finalmente salió le dijo, con tono indignado:
“Esa maldita gente no sé qué hizo con ellos, si se los llevaron
al monte o qué hicieron”.
El subteniente Carías ahora trataba de echarle la culpa a la
guerrilla cuando un día antes había negado categóricamente
esa posibilidad. María Esperanza regresó a la casa de sus
suegros y les contó lo que había pasado. El anciano, con el
rostro consternado, se fue a sentar bajo un árbol de mangos
sin pronunciar una sola palabra.
El jueves por la mañana, María Esperanza regresó a Dos
Erres, acompañada de su esposo Catalino, decidida a entrar
a toda costa y conocer, de una vez por todas, la verdad. En
el camino encontró a un grupo de gente que también iba
en busca de sus familiares y que caminaban detrás del sub-
teniente Carías, quien, ante la insistencia de la gente, había
accedido a entrar en el parcelamiento para constatar lo que
había sucedido.
Allí no había ni un alma y solo se escuchaba el ladrido de los
perros que merodeaban por los patios. Entró a la casa de su
hermano y encontró la ropa esparcida por el suelo y los ar-
marios abiertos de par en par. Se agachó y miró bajo la cama
con la vana esperanza de encontrar a las dos niñas acurruca-
das, pero sólo encontró dos diminutos pares de zapatos con
las calcetitas adentro. Sacó los zapatos, los abrazó contra su
pecho y rompió en llanto.
Catalino se dirigió a la casa de su hermano. En la pared,
junto a la puerta, alguien había escrito las palabras “me fui
a la montaña a trabajar” con lodo. Fragmentos de los docu-
mentos personales de la familia habían sido esparcidos por
todo el patio.