Louisa Reynolds /
Pz
P
26
Mientras caminaba de regreso a casa vio salir del monte a
una pareja con la ropa enlodada y llena de espinas. “No di-
gan nada al destacamento porque al que saben que tenía
familia en Dos Erres lo matan”, le advirtieron.
Pero el subteniente Carías siempre les había dicho que se
avocaran a él en caso de cualquier problema que pudiera
surgir. ¿Y a quién más podían recurrir? María Esperanza re-
gresó a Las Cruces y se dirigió al destacamento.
-“¿Sabe lo que está sucediendo en Dos Erres? La gente dice
que es la guerrilla”
─ le preguntó.
-“¿Tienes familia en Dos Erres?”
─le preguntó Carías.
-“Sí, mis dos niñitas y mis hermanos con sus familias”.
A pesar de que Carías tenía sólo 23 años y podría haber sido
su hijo, le puso la mano en la espalda con un ademán pater-
nalista, como si estuviera hablando con una niña. “Mirámi-
ja, no me hables de guerrilla porque si la guerrilla estuviera
ahí no me estarías viendo con los brazos cruzados. Ahí es
una limpieza lo que se está haciendo. El que salga limpio
va a salir y el que salga manchado, no. Si tus hermanos no
están manchados, van a salir. Venite mañana. Voy a ver qué
información te tengo”, le dijo.
María Esperanza se quedó pensativa y después de unos se-
gundos le contestó que ningún familiar suyo había quebran-
tado nunca a ley, pero que estaba preocupada por sus niñas,
ya que a estas alturas llevarían varios días sin comer.
“No tengas pena. A los niños les están dando agua y miel”,
le aseguró el subteniente y María Esperanza no tuvo más
remedio que creerle.
Carías tal vez pensó que con esas palabras se la había quita-
do de encima, pero al día siguiente ahí estaba nuevamente
la mujer en la entrada al destacamento, esperando a que sa-
liera.