Louisa Reynolds /

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Mientras caminaba de regreso a casa vio salir del monte a 
una pareja con la ropa enlodada y llena de espinas. “No di-
gan nada al destacamento porque al que saben que tenía 
familia en Dos Erres lo matan”, le advirtieron.

Pero el subteniente Carías siempre les había dicho que se 
avocaran a él en caso de cualquier problema que pudiera 
surgir. ¿Y a quién más podían recurrir? María Esperanza re-
gresó a Las Cruces y se dirigió al destacamento.

-“¿Sabe lo que está sucediendo en Dos Erres? La gente dice 
que es la guerrilla”

─ le preguntó.

-“¿Tienes familia en Dos Erres?” 

─le preguntó Carías.

-“Sí, mis dos niñitas y mis hermanos con sus familias”.

A pesar de que Carías tenía sólo 23 años y podría haber sido 

su hijo, le puso la mano en la espalda con un ademán pater-

nalista, como si estuviera hablando con una niña. “Mirámi-

ja, no me hables de guerrilla porque si la guerrilla estuviera 

ahí no me estarías viendo con los brazos cruzados. Ahí es 

una limpieza lo que se está haciendo. El que salga limpio 

va a salir y el que salga manchado, no. Si tus hermanos no 

están manchados, van a salir. Venite mañana. Voy a ver qué 

información te tengo”, le dijo.

María Esperanza se quedó pensativa y después de unos se-

gundos le contestó que ningún familiar suyo había quebran-

tado nunca a ley, pero que estaba preocupada por sus niñas, 

ya que a estas alturas llevarían varios días sin comer.

“No tengas pena. A los niños les están dando agua y miel”, 

le aseguró el subteniente y María Esperanza no tuvo más 

remedio que creerle.

Carías tal vez pensó que con esas palabras se la había quita-
do de encima, pero al día siguiente ahí estaba nuevamente 
la mujer en la entrada al destacamento, esperando a que sa-
liera.