Louisa Reynolds /
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Carías se quedó callado, buscando en su mente alguna for-
ma de distraer la atención de la mujer, pero antes de que
pudiera decir nada, ella se le adelantó y preguntó: “¿Qué voy
a hacer si no vienen mi esposo y mis hijos?”.
–Tené paciencia. Vení en la tarde y te doy respuesta
─le res-
pondió. Al menos así se libraría de ella por unas horas.
Petronila regresó en la tarde y se quedó esperando bajo un
sol abrasador hasta que vio llegar un jeep, del cual bajó Ca-
rías, acompañado de dos hombres con uniforme militar y
boina roja.
–Debo saber la verdad. Con sus pantalones de hombre, dí-
game la verdad
─insistió Petronila. Y en ese momento, el la-
berinto de mentiras que Carías había construido para con-
fundirla, se vino abajo. Con los ojos humedecidos le puso la
mano en el hombro y le dijo: “Me has traspasado la concien-
cia. Llegó una comisión maldita, vino una parte del Quiché
y otra de La Pólvora”.
–Quiero recoger a mis hijos aunque estén muertos
─dijo Pe-
tronila. Carías guardó silencio.
Unas horas después, llegó Salomé Armando Gómez, un
niño de 11 años que solía jugar con Cecilio.
–A Chilito lo mataron
─le dijo el niño. Tenía la cara llena de
arañazos y picaduras.
XI
“Doña Esperanza, ¿sabe lo que está pasando en Dos Erres?
Un gran grupo de gente armada llegó y está matando a la
gente”. María Esperanza Arreaga escuchó con incredulidad
las palabras de su vecina.
Dos de sus hermanos vivían en Dos Erres y habían invitado
a sus hijas, Elida y Ana, de 5 y 6 años, a quedarse con ellos el
domingo 7 de diciembre para festejar el cumpleaños de uno
de sus primos.