Louisa Reynolds /
Pz
P
22
quierdo, agarró a una de las muchachas y le disparó delan-
te de la tropa. “Así se mata a una persona”, dijo, con tono
fanfarrón, como si estuviera exhibiendo una proeza. La otra
joven también fue ejecutada y sus cuerpos quedaron tirados
entre la maleza.
Unos días después, cuando ya habían salido de Dos Erres e
iban camino a Santo Domingo para abastecerse de comida,
señalando al guía con un gesto burlón, el teniente Ramírez
Ramos dijo que tenía hambre y que se le antojaba comer
carne. Dos kaibiles sujetaron al hombre mientras un tercero
sacó su cuchillo y se lo hundió en el costado. En la selva re-
verberó un penetrante alarido que no parecía humano, pero
el kaibil no se inmutó y con la misma destreza de un carnice-
ro que destaza a un cerdo, le arrancó un pedazo de costilla.
Cuando le presentó a Ramírez Ramos el amasijo de carne
sangrienta, el teniente soltó una carcajada y le dijo que era
una broma. El kaibil, ligeramente desconcertado, señaló al
hombre, que yacía en el suelo, inconsciente, y le preguntó
qué debía hacer con él. Ramírez Ramos le respondió, con el
tono de quien responde algo tan evidente que salta a la vista,
que lo matara.
X
Escuchó una ráfaga de disparos y vio un cuerpo ensangren-
tado tendido en el suelo. Al acercarse, se dio cuenta de que
la explosión le había arrancado las canillas. Con esa imagen
todavía fresca en la mente, Petronila López Méndez se había
despertado de una pesadilla la madrugada del 4 de diciem-
bre, tres días antes de la masacre.
Tres días después, su esposo, Marcelino Granados Juárez,
se fue, como todas las semanas, a trabajar como jornalero a
las Dos Erres, acompañado de sus hijos Cecilio, de 14 años,