/ El largo camino a la justicia

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IX

A las seis de la tarde la masacre había terminado y Juan Pa-
blo Arévalo y sus vecinos yacían en el pozo que con sus pro-
pias manos habían cavado, cubiertos con una capa de tierra 
fresca.

Como ahí no cabían más cadáveres los campesinos que iban 
llegando al parcelamiento fueron ajusticiados en La Agua-
da y Los Salazares, los nombres por los cuales se conocían 
los humedales que en invierno se convertían en lagunetas 
de agua estancada, donde se lavaba la ropa y se le daba de 
beber a los animales.

La consigna era que nadie debía salir de Dos Erres, aunque 
César Franco Ibáñez escuchó decir que un niño se les había 
escapado.

Al día siguiente, los kaibiles salieron de Dos Erres, llevándose 
a dos adolescentes, de unos 14 años, y a dos niños de 3 y 5 
años que no respondieron cuando les preguntaron cómo se 
llamaban. No habían sido elegidos al azar para escapar del 
terror que llegó a las Dos Erres el 7 de diciembre de 1982. 
Hijos de campesinos de oriente, ambos eran de tez blanca 
y ojos claros, y eso, en un país profundamente racista que 
desprecia la piel cobriza del indígena, los salvó.

Siendo tan pequeños era posible que no se acordaran de sus 
padres, cuyos cadáveres yacían en el fondo del pozo, y que 
fueran aceptados por las familias de los dos tenientes a quie-
nes serían entregados en adopción.

Esa noche, en el campamento, las muchachas fueron repeti-
damente violadas por los soldados.

Temprano en la mañana, el soldado que llevaba el pañuelo 
rojo amarrado al cuello y tenía un lunar en el pómulo iz-