Louisa Reynolds /
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inmediato que los soldados acababan de entrar a su casa.
¿Habían matado a sus padres? Decidió que si ese era el caso
se entregaría a los soldados para que también lo mataran.
El niño llegó con la mirada absorta, los ojos rojos y los brazos
y piernas cubiertos de picaduras de zancudo. Su madre cayó
al suelo cuando dijo que habían matado a Ramiro. Persegui-
dos por la certeza de que los soldados regresarían para ani-
quilarlos también a ellos, salieron huyendo entre la maleza
sin más pertenencias que la ropa que llevaban puesta.
VIII
En el rincón de la misma iglesia de la cual había escapado
Salomé Armando había cuatro niños que se abrazaban
llorando. Ramiro Cristales, el mayor, tenía cinco años. El sol
aún no había despuntado cuando los soldados derribaron
la puerta de su casa a patadas, sacaron de sus camas a sus
papás y a sus seis hermanos, y amarraron a los varones del
cuello, como si fueran animales. Detrás de ellos caminaba su
mamá, quien portaba en brazos a su hermana más pequeña,
de nueve meses.
A su papá y hermanos se los habían llevado en dirección a
la escuela, mientras que a él le tocó irse con su mamá y her-
manas a la iglesia. Un soldado entró, de repente, y les gritó:
“¡Si saben orar, oren porque de esta nadie los va a salvar!”.
Los soldados iban sacando a las mujeres en pequeños gru-
pos, empezando por las más jóvenes.
Cuando llegó el turno de su madre, el pequeño se aferró a su
pierna pero una enorme bota negra lo alejó de un puntapié.
La puerta se cerró y jamás la volvió a ver.
El niño se escondió bajo una banca y lloró y lloró hasta que-
darse dormido. Cuando despertó, la iglesia estaba vacía.