/ El largo camino a la justicia
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VI
Convencidos de que tarde o temprano la gente hablaría, los
kaibiles iban sacando a los hombres de la escuela, uno por
uno, y a golpes les habían exigido que entregaran las armas.
Pero fue inútil. A pesar de que los torturaron, colocándoles
una soga al cuello y jalándola hasta que estuvieran a punto
de asfixiarse, insistieron en que no las tenían.
A César Franco Ibáñez le habían ordenado que vigilara la
puerta de la iglesia para asegurarse de que nadie se escapara
y desde ahí vio llegar al teniente Adán Rosales Batres, de
quien decían que tenía la costumbre de violar a las muje-
res. Mujeres de todas las edades lloraban y pedían clemen-
cia pero las sacaron de la iglesia jalándolas del cabello y las
arrastraron entre la maleza, donde se abalanzaron sobre
ellas como bestias salvajes, arrancando cabello, destrozando
úteros infantiles, inyectando un esperma lleno de odio.
Como a las diez de la mañana, las obligaron a prepararles
caldo de gallina y frijoles y antes de las doce se sentaron a
almorzar. Mientras comían, César escuchó que entre los sol-
dados se decía que ahora tocaba “vacunar a la gente”, lo
cual le pareció sumamente extraño ya que ellos no eran una
patrulla de asuntos civiles.
Cuando terminaron de comer se disipó el misterio y com-
prendió lo que significaba “vacunar” en el léxico de aquellos
seres engendrados por los campos de entrenamiento El In-
fierno y La Pólvora, donde les habían inculcado el lema “si
avanzo sígueme, si me detengo aprémiame, si me detengo
mátame”.
Ellos, los kaibiles, habían tenido que cruzar, nadando, un río
lleno de cocodrilos, comerse todo lo que se mueve, ya sea