Louisa Reynolds /

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de hacerse pasar por guerrilleros, bajo la lógica de que si la 
gente les daba de comer, obtendrían la prueba irrefutable de 
que eran enemigos de la patria que debían ser exterminados.

El cocinero Pinzón se quedó junto a la puerta y los otros cua-
tro entraron. Cuando una de las dos nueras de María Juliana 
comenzó a gritar, uno de los soldados le puso la punta del 
fusil en la boca para que se callara.

Tiraron al suelo la leche, la crema y las tortillas, sacaron la 
ropa de los armarios, y exigieron, con gritos e improperios 
que les entregaran las armas. “¡Ustedes son los que les dan 
comida a los que andan en la montaña!”, insistieron los sol-
dados.

Golpeándola con el fusil, un soldado condujo a María Ju-
liana al patio, le sumergió la cabeza en un cubo de agua y 
estuvo a punto de ahogarla.

Antes de irse, los soldados devoraron, como lobos hambrien-
tos, la comida que no habían pisoteado y le pidieron a María 
Juliana agua para lavarse la cara. “Gracias, señora”, le dijo 
uno de ellos con una sonrisa maligna. “Más tarde vamos a 
regresar y les vamos a dar agüita”.

Sandra Otilia, la hija menor de María Juliana, miró a los 
ojos al soldado del lunar en el pómulo izquierdo y le implo-
ró: “Por favor, le encargo, si mira a mi hermano, se llama 
Ramiro….”, pero no le alcanzó la voz para terminar la frase.

A pesar de las vejaciones que sufrieron durante casi cuatro 
horas, la joven aún no había comprendido que aquellos sol-
dados habían llegado para exterminarlos. Su padre, Meritón 
Gómez, siempre le había inculcado el respeto por el unifor-
me verde oliva de los militares y le decía que el Ejército era 
un honor porque cuidaba a todos los guatemaltecos.