Louisa Reynolds /
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Pero Ricardo no quiso irse sin antes avisarle a su compadre
Félix de la catástrofe que se avecinaba. Pero Don Félix deci-
dió quedarse. Igual que sus vecinos, había escuchado que en
abril los soldados habían sembrado terror en Josefinos, una
aldea cercana a Las Cruces, prendiendo fuego a los ranchos
y asesinando a 57 personas a golpes y disparos. Pero Félix
y sus vecinos pensaban que no existía motivo alguno por el
cual pudieran correr peligro las vidas de gente trabajadora
sin ningún vínculo con la guerrilla. Creyeron, erróneamente,
que el que nada debe nada teme.
IV
A empujones y con las manos amarradas, llevaban por de-
lante al infeliz que habían elegido para mostrarles el camino
a Dos Erres. Iban a limpiar el camino y a exterminar a todo
ser viviente que encontraran a su paso en esa aldea “roja”.
Por algo la operación ordenada por el teniente kaibil Ro-
berto Aníbal Rivera Martínez se llamaba “La Chapeadora”,
que significa, “la que limpia la tierra con el machete”.
A la vanguardia, como siempre, iba el grupo de asalto – “los
rematadores” – los más feroces y violentos, quienes gozaban
de la confianza especial del teniente Rivera Martínez.
La orden que había recibido la Patrulla Especial Kaibil de
19 soldados más los 40 kaibiles de refuerzo era entrar a Dos
Erres bajo fuego enemigo. Esa gente se había negado a pa-
trullar y en los puestos de registro habían interceptado ca-
rretones cargados con costales marcadas con las letras FAR,
las siglas de las Fuerzas Armadas Rebeldes, y algo que los
soldados tal vez ignoraban, las iniciales de Federico Aquino
Ruano. Eso solo podía significar una cosa: esa gente apoyaba
a la guerrilla y estaba escondiendo los 21 fusiles que las FAR
les habían robado en octubre, durante la emboscada de San
Diego.