Louisa Reynolds /
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Si alguien sacaba más de un tonel de agua del pozo los solda-
dos le preguntaban por qué necesitaba tal cantidad de agua
y a quién iba a dársela, infiriendo que el líquido estaba sien-
do suministrado a los grupos subversivos, y a las vendedoras
que iban a Las Cruces les registraban hasta las tortillas.
Además, en el parcelamiento ningún mayor de 15 años se
libraba de caminar durante tres horas hasta Las Cruces,
donde a regañadientes, agarraba el fusil y se integraba a la
Patrulla de Autodefensa Civil (PAC), fuerzas paramilitares
creadas en 1982 por el gobierno de facto de Efraín Ríos
Montt, para apoyar al Ejército en el combate a la guerrilla.
Los hombres detestaban esta tarea. Además de que parecía
inútil e innecesaria, ya que nadie había visto guerrilleros en
Las Cruces, mucho menos en Dos Erres. Cumplir con exte-
nuantes turnos de 12 horas -de las seis de la mañana hasta las
seis de la tarde- los obligaba a dejar desprotegido su hogar.
Pero ni siquiera los ancianos que caminaban encorvados y
padecían de sordera se libraban. Todos tenían que patrullar,
aunque se encontraran postrados en la cama con fiebre, ya
que quien desobedecía se exponía a ser señalado como un
simpatizante de la guerrilla.
Y eso era lo peor que le podía pasar a alguien. Significaba ser
interceptado en el camino por una mano invisible y desapa-
recer sin dejar rastro alguno.
En ese clima de terror y paranoia, una forma común de po-
ner fin a las rencillas con un vecino era susurrar al oído del
subteniente Carlos Antonio Carías, jefe del destacamento,
que tal o cual persona era simpatizante de la guerrilla. Sin
mayores averiguaciones, esa persona jamás volvía a ser vista.
Ricardo Martínez González era uno de esos hombres que se
veía obligado a patrullar y que sabía muy bien que al Ejérci-
to no se le contradecía.