Louisa Reynolds /

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en convertirse en el punto de reunión de los vecinos, quienes 
llegaban desde temprano en la mañana para llenar sus cán-
taros de plástico.

Un año después, con la esperanza de encontrar una segunda 
fuente de agua, el padre de Saúl había comenzado a cavar 
otro pozo de 21 metros, pero jamás encontró agua.

II

Con cara de susto y fatiga por el largo viaje que había hecho 
desde Flores, Lesbia Tesucún parecía una muchachita que 
se había perdido en el monte y no la primera maestra que el 
Ministerio de Educación le asignaba a Dos Erres.

Llegó en junio de 1980, montada en el tractor de Don Ga-
maliel, un agricultor del parcelamiento, acompañada de su 
madre, quien estaba preocupada por la suerte que podía co-
rrer su hija en aquel lugar tan lejano, y cargando una peque-
ña maleta con una hamaca, un poco de ropa y unos libros. 
Tenía 18 años, acababa de graduarse y era la primera vez 
que dejaba la casa de sus padres.

En el camino, presa del pánico, las lágrimas resbalaban por 
su carita redonda mientras se aferraba al asiento con todas 
sus fuerzas, aterrada por la posibilidad de caerse cada vez 
que el tractor se hundía en un enorme bache.

“Don Lalo, aquí le traigo a la maestra”, dijo Don Gamaliel, 
cuando llegó a la casa de Estanislao Galicia. “Qué bueno 
que vino. No pensé que nos fueran a mandar una maestra”, 
respondió el pastor, quien tomó la maleta de la muchacha y 
la condujo hasta la habitación donde dormiría.

Dos Erres había conseguido una maestra pero no tenía es-
cuela, un problema fácil de resolver. Al día siguiente, Don 
Lalo llamó a los vecinos y los puso a trabajar. Mientras que