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Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
qué era en realidad lo que había pasado,
nos contestaban con mucho misterio:
-Ha explotado la bomba atómica.
Y al instante:
-Pero ¿qué es la bomba atómica?
Nos contestaban:
-La bomba atómica es una
cosa terrible.
-Que es terrible ya lo hemos
visto; pero díganos qué es.
Y terminaban diciendo:
-La bomba atómica es… la
bomba atómica.
Porque ellos tampoco sabían más
que el nombre. Era una palabra nueva
que entonces entraba por primera vez
en el diccionario. Además, saber que
era la bomba atómica la que había
explotado, no nos ayudaba nada, desde
el punto de vista médico, ya que nadie
en el mundo conocía sus efectos en el
organismo humano; nosotros éramos
en realidad los primeros conejillos de
Indias de experimentación.
Pero sí nos ayudó, y mucho,
desde el punto de vista misionero.
Porque nos dijeron:
-No entren en la ciudad porque
hay un gas que mata durante setenta
años.
Y entonces es cuando uno parece
sentirse más sacerdote, cuando sabe
que hay dentro de la ciudad cincuenta
mil cadáveres que de no ser cremados,
originarían una peste terrible. Además
había ciento veinte mil heridos que
curar. Ante este hecho un sacerdote no
puede quedarse fuera para salvar su
vida.
Naturalmente que cuando a uno
le dicen que dentro de la ciudad hay un
gas que mata, solo después de hacer un
propósito muy firme se decide a entrar.
Pero lo hicimos y comenzamos a levantar
pirámides inmensas de cadáveres para
rociarlos con petróleo y prenderles
fuego después. Así desaparecieron los
cadáveres que estaban en las calles.
Pero a los tres o cuatro días,
con el sol de agosto y el calor húmedo,
el olfato nos iba diciendo dónde había
más cuerpos en corrupción. Levantando
los escombros nos encontrábamos a
familias de cinco o seis o más personas
aplastadas bajo su casa. Ayudados por
los transeúntes que al azar cruzaban por
allí, hacíamos montones de cincuenta o
sesenta cadáveres para incinerarlos.
Cuando terminamos, en un
último esfuerzo, aquella tarea de los
primeros días, nos encontrábamos
agobiados; pero el cansancio no nos
hacía olvidar aquello del gas que
mataba; por eso nos preguntábamos
unos con otros:
-Padre, ¿usted siente algo especial?
Y a todos nos pasaba lo mismo:
estábamos cansados, pero sin síntomas
especiales que pudieran alarmarnos.
Era natural que así fuera, porque el
rumor erróneo del gas mortífero no
tenía más fundamento que el de la
imaginación excitada con el espectáculo
tan sangriento de aquel calvario trágico.