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 Revista Espacios Políticos

pasados. Porque si hubiéramos dejado 

aquel muchacho, hubiera muerto sin 

duda, ya que presentaba los primeros 

síntomas de intoxicación. Y lo hubiera 

hecho sin la gracia de los redimidos…

¿Y los niños?

Entre todos los casos de 

curaciones, quizá los que nos causaron 

más sufrimientos fueron los de los 

niños.

Todos saben que en el Japón se 

adora a los niños. El cuidado por su 

educación es extremo, de modo que en 

el Japón no hay analfabetos: todos van 

a las escuelas y a los colegios, todos 

saben leer y escribir.    

Al tiempo de la Bomba Atómica 

la mayoría de ellos se encontraban en 

las clases  ordinarias de sus respectivos 

colegios. Por ello al producirse la 

explosión miles de niños quedaron 

separados de sus padres, muchos 

heridos, tirados por la ciudad y sin 

poder valerse de sí mismos.      

Nosotros recogimos a todos 

los que pudimos, y trasladándolos a 

Nagatsuka comenzamos en seguida a 

curarlos para prevenir en lo posible las 

infecciones y las fiebres.        

Carecíamos en absoluto de 

anestésicos y algunos de los niños 

estaban horriblemente heridos: uno, a 

consecuencia de una teja que le cayó 

en la cabeza, tenía un corte de oreja 

a oreja. Los labios de la herida tenían 

centímetro y medio de ancho: separado 

el cuero cabelludo del hueso, estaba 

lleno de barro y trozos de cristal.                           

Los gritos de la pobre criatura al 

ser curada ponían en vilo a toda la casa, 

por lo cual no tuvimos más remedio 

que atarle con una sábana a un carrito 

y llevárnoslo a la cumbre de una colina 

que había junto a la casa. Aquel lugar 

se convirtió en quirófano, en donde 

podríamos trabajar y el niño podría 

gritar a gusto sin poner nerviosos a los 

demás.   

                

El corazón se desgarraba al tener 

que hacer estas curas, pero era mayor 

el consuelo al poder devolver aquellos 

niños a sus padres.

 Por medio de la policía japonesa, 

que estaba perfectamente organizada, 

pudimos ponernos en contacto con las 

familias de todos los niños que teníamos 

en casa.       

A los pocos días, de Osaka, 

Tokio, etc., iban viniendo a Nagatsuka. 

Son inimaginables las escenas de 

encuentros con los hijos que creían 

muertos en la explosión y que ahora 

volvían a ver sanos y salvos o por lo 

menos en vías de curación.  

Aquellos padres y madres, llenos 

de emocionada alegría, no sabían cómo 

expresar su agradecimiento, y tirándose 

a nuestros pies, nos hacían recordar 

aquellas escenas de los Hechos de los 

Apóstoles, cuando los judíos cayendo 

de rodillas los adoraban como a dioses.

Muertes misteriosas

Sin embargo, en medio de todas 

estas impresiones encontradas, un 

hecho nos tenía desconcertados. Y es 

que muchas personas que estaban en 

la ciudad en el momento de la explosión