74
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
veintidós años, venía en un estado
lamentable. Apenas podía moverse.
Ayudado por su mujer, que venía tirando
de él, se arrastraba hacia nuestra casa.
Desde que entró en ella iba dejando a
su paso un reguero de pus. Tenía medio
cuerpo hecho una llaga.
Era el primer caso tan grave que
veía y pensé para mis adentros que aquel
pobre hombre había ido allí para morir
entre nosotros. Pero él, cuando se dio
cuenta que yo titubeaba, agarrándome
una mano me dijo angustiosamente:
- ¡Padre, ayúdeme!
Y la mujer, cogiéndome la otra,
me explicaba:
-Padre, hace un mes que nos
hemos casado, ¡salve a mi marido!
Yo no sabía que decir. En esas
ocasiones pasan mil cosas por la
cabeza en un solo segundo. Al fin, casi
reflejamente les contesté:
-Está bien, veremos lo que se
puede hacer, pero… Va a doler mucho.
Él mirándome fijamente:
- ¿Qué va a doler mucho? ¡Usted
dele duro, que yo aguanto!...
Y efectivamente, lo pusimos en
la mesa de operaciones, que era la
mesa de mi escritorio, y comenzamos
a limpiar. ¡El pobre joven cómo se
retorcía! Había que hacerlo a sangre
fría, pues el pus se había solidificado en
el fondo de las quemaduras; pero, en
medio de su dolor, solo decía:
-¡Padre, dele duro, que yo
aguanto, pero sálveme!
Alguien me dijo al oído:
-¿No será posible hacerle
menos daño?
Pero era imposible acceder.
Tenía que convertirme en verdugo de
aquel hombre si quería salvar su vida.
Y lo fui durante dos horas y media. Al
terminar estaba él reventado de sufrir y
yo agotado por la tensión en que había
estado mientras le crucificaba con aquel
dolor.
En Japón, como las paredes son
muy endebles, se oye todo lo que se
habla al otro lado de ellas; pero aquel
herido, olvidándose de eso, tan pronto
como desaparecimos de su vista,
descargó contra su pobre mujer, a la
que ponía perdida agotando hasta los
últimos epítetos del diccionario, toda la
bilis acumulada en aquellas dos horas y
media de tormento.
Ella no se inmutaba. Como
buena japonesa, le oía sonriente y
en venganza le encendía el pitillo, le
enjugaba el sudor o le daba algo de
beber. Y así siempre, porque siempre la
encontrábamos sonriente, sentada o de
rodillas, a la cabecera de su esposo, sin
que nunca llegáramos a saber cuándo
dormía.
Al cabo de ocho meses este
matrimonio salía de nuestra casa. En
una mañana de abril los vi bajar por la
cuesta del jardín sonrientes, satisfechos
y sobre todo..., bautizados. Yo sentí
también entonces una alegría íntima
que compensaba cumplidamente todo
los sufrimientos de los ocho meses