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Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

veintidós años, venía en un estado 

lamentable. Apenas podía moverse. 

Ayudado por su mujer, que venía tirando 

de él, se arrastraba hacia nuestra casa. 

Desde que entró en ella iba dejando a 

su paso un reguero de pus. Tenía medio 

cuerpo hecho una llaga.   

Era el primer caso tan grave que 

veía y pensé para mis adentros que aquel 

pobre hombre había ido allí para morir 

entre nosotros. Pero él, cuando se dio 

cuenta que yo titubeaba, agarrándome 

una mano me dijo angustiosamente:

- ¡Padre, ayúdeme!

Y la mujer, cogiéndome la otra, 

me explicaba:

-Padre, hace un mes que nos 

hemos casado, ¡salve a mi marido!

Yo no sabía que decir. En esas 

ocasiones pasan mil cosas por la 

cabeza en un solo segundo. Al fin, casi 

reflejamente les contesté:

-Está bien, veremos lo que se 

puede hacer, pero… Va a doler mucho.

Él mirándome fijamente:

- ¿Qué va a doler mucho? ¡Usted 

dele duro, que yo aguanto!...

Y efectivamente, lo pusimos en 

la mesa de operaciones, que era la 

mesa de mi escritorio, y comenzamos 

a limpiar. ¡El pobre joven cómo se 

retorcía! Había que hacerlo a sangre 

fría, pues el pus se había solidificado en 

el fondo de las quemaduras; pero, en 

medio de su dolor, solo decía:

-¡Padre, dele duro, que yo 

aguanto, pero sálveme!

Alguien me dijo al oído:

-¿No será posible hacerle 

menos daño?

Pero era imposible acceder. 

Tenía que convertirme en verdugo de 

aquel hombre si quería salvar su vida. 

Y lo fui durante dos horas y media. Al 

terminar estaba él reventado de sufrir y 

yo agotado por la tensión en que había 

estado mientras le crucificaba con aquel 

dolor.    

En Japón, como las paredes son 

muy endebles, se oye todo lo que se 

habla al otro lado de ellas; pero aquel 

herido, olvidándose de eso, tan pronto 

como desaparecimos de su vista, 

descargó contra su pobre mujer, a la 

que ponía perdida agotando hasta los 

últimos epítetos del diccionario, toda la 

bilis acumulada en aquellas dos horas y 

media de tormento.  

 Ella no se inmutaba. Como 

buena japonesa, le oía sonriente y 

en venganza le encendía el pitillo, le 

enjugaba el sudor o le daba algo de 

beber. Y así siempre, porque siempre la 

encontrábamos sonriente, sentada o de 

rodillas, a la cabecera de su esposo, sin 

que nunca llegáramos a saber cuándo 

dormía. 

Al cabo de ocho meses este 

matrimonio salía de nuestra casa. En 

una mañana de abril los vi bajar por la 

cuesta del jardín sonrientes, satisfechos 

y sobre todo..., bautizados. Yo sentí 

también entonces una alegría íntima 

que compensaba cumplidamente todo 

los sufrimientos de los ocho meses