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Revista Espacios Políticos
En manos de la terapéutica
doméstica
En efecto nosotros, que está-
bamos en Hiroshima y vimos aquellos
originales procedimientos curativos, nos
explicábamos perfectamente que las
heridas en vez de curarse se pusieron
peor.
En primer lugar, la escasez de
médicos era agobiante. De los 260
que había en la ciudad perecieron en
la explosión 200. De los 60 restantes
muchos estaban heridos. Al Director del
Hospital de la Cruz Roja me lo encontré
debajo del tejado de su casa, de donde
le sacamos con seis fracturas de hueso,
imposibilitado por tanto de ayudar a los
demás.
Las muchedumbres de heridos
cayeron pues, en manos de curanderos
improvisados o de enfermeras a medio
formar.
Cuántas veces vimos aquellas
interminables hileras de cien o
ciento cincuenta heridos esperando
pacientemente en la calle, ante un
edificio a medio derruir, el poder pasar
delante de una enfermera que con un
fude -pincel para escribir caracteres-
iba pintando las heridas con mercurio
cromo que tenía junto a ella en una lata.
Naturalmente, el mercurio producía la
destrucción de los tejidos.
Y estas eran las curaciones
“técnicas”, porque las “domésticas” eran
mucho peores. Siempre es de temer la
terapéutica casera, pero mucho más en
el Japón. Aquí, por ejemplo, tienen la
idea de que para las quemaduras viene
muy bien la pulpa de nabos. Por eso,
como en Hiroshima hay muchísimos,
cantidades enormes de pulpa iban
siendo aplicadas a las heridas.
Al principio el efecto era
refrescante, pero al cabo de media
hora, con el sol de agosto y con el
pus que iban supurando las heridas,
se formaba una costra que producía
dolores insoportables. Esto lo
intentaban remediar aplicando puré de
patata, con lo que la costra aumentaba,
y aunque tomaba aspecto de cicatriz,
se apreciaba sensiblemente que debajo
había algo blando. Para obtener su
absorción por ósmosis espolvoreaban
la herida, cerrada en falso, con polvo o
ceniza de carbón vegetal. Finalmente, al
aumentar el dolor, pretendían calmarlo
echando encima aceite. En resumen,
tras este proceso curativo se formaba
una costra durísima, negra y reluciente
como si se tratase de unos zapatos
recién embetunados.
Por eso nuestro trabajo era ir
recorriendo una a una las casas donde
había heridos y convencerles de que
aquello era ir a una muerte cierta. Al
mismo tiempo les enseñábamos nuestro
sencillo procedimiento de curación.
Salve a mi marido
Mucho se podría escribir de
casos individuales que en aquella
hecatombe se nos fueron presentando.
Reseñaremos algunos.
Estaba en Nagatsuka curando
heridas cuando se me presentó un
matrimonio joven. Ella venía comple-
tamente bien, pues se encontraba
fuera de la ciudad en el momento de
la explosión. Su marido, un joven de