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Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
encima sin que una sola se escapase de
las llamas.
En la orilla del río
A eso de las diez de la noche
pudimos, por fin, encontrar a nuestros
Padres de la Residencia. Los cinco
estaban heridos. El P. Schiffer, sin
estarlo
gravemente,
se
hallaba
moribundo. Tenía una herida en la
cabeza, y para cortar la hemorragia,
como no encontraban a mano otra
cosa, le hicieron un gran turbante de
papeles de periódicos y una camisa.
Pero no se habían dado cuenta de otra
herida que tenía detrás del pabellón
de la oreja: un trozo de cristal le había
cortado una pequeña arteria y estaba
desangrándose poco a poco.
Fabricando con una madera sin
cepillar, y unos bambúes, una camilla,
nos dispusimos a llevarlo a Nagatsuka.
El, haciendo un gesto de dolor,
pero sonriendo a la japonesa, me dijo:
-Padre Arrupe, ¿podría mirarme
la espalda? Debo tener algo en ella.
Lo volvimos boca abajo, y a la luz
de una antorcha vimos que, en efecto,
estaba completamente acribillado con
trozos de cristal.
Con una navaja de afeitar
-¡quién pensaba entonces en bisturí!-
le saqué más de cincuenta fragmentos.
Después de esta operación, avanzando
lentamente a través de la ciudad, a
oscuras, comenzamos el viaje hacia el
Noviciado.
Cada cien metros teníamos que
parar para descansar un poco nosotros
y él. En uno de estos altos forzados
sentimos cerca de nosotros ayes
lastimeros, como de un moribundo.
No conseguíamos encontrar el sitio
de donde provenían, cuando uno,
aguzando el oído, dijo:
-Es debajo donde están gritando.
Efectivamente, nos habíamos
detenido sobre un tejado derruido.
Apartando las tejas nos encontramos
a una anciana con medio cuerpo
quemado. Allí había estado sepultada
todo el día y ya apenas tenía un hilito
de vida. La sacamos de allí y falleció al
momento.
Aún nos faltaban por ver
muchas escenas de horror aquella
noche. Al llegar al río el espectáculo
era terrorífico: huyendo del fuego y
aprovechando la marea baja, la gente
había llenado ambas orillas; pero a
media noche había comenzado a subir
la marea y los heridos, agotadas sus
fuerzas y medio hundidos en el fango,
no podían moverse: los alaridos de
aquellos que ya sentían el agua al
cuello sin salvación posible jamás se
me olvidarán.
Misa original
A las cinco de la mañana
llegamos por fin a nuestro destino
y comenzamos a hacer las primeras
curas a los Padres. Antes, a pesar de lo
urgente del trabajo, habíamos celebrado
nuestras Misas. Ciertamente que en
esos momentos de dolor es cuando se