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 Revista Espacios Políticos

no solo de la ordinaria, sino una 

sobrealimentación que diera a aquellos 

organismos energía para reaccionar 

contra las hemorragias, la fiebre y la 

supuración de las quemaduras.

Nuestra gente joven, con 

bicicletas o a pie, se lanzó por los 

alrededores de Hiroshima. Sin saber 

cómo ni de dónde fueron trayendo 

consigo lo que en cuatro años no 

habíamos ni siquiera visto: pescado, 

carne, huevos, mantequilla… Con ello 

pudimos atender a nuestros enfermos.

El éxito acompañó a nuestros 

esfuerzos, porque casi sin darnos 

cuenta estábamos desde el principio 

atacando aquella anemia y leucemia 

que iba a desarrollarse en la mayoría 

de los heridos por haber sido atacados 

por las radiaciones atómicas. Por eso 

nos podemos gloriar de que de todos 

los hospitalizados en casa desde el 

principio ninguno murió, si se excluye 

a un niño, que atacado de meningitis 

a causa del aumento de presión del 

líquido cefalorraquídeo, falleció al día 

siguiente. Los demás se salvaron todos.

(…) 

En el teatro de la tragedia

Por fin pudimos entrar en la 

ciudad. Como ocurre siempre en los 

grandes incendios, se desarrolló una 

cantidad enorme de vapor de agua 

que terminó por condensarse en lluvia 

torrencial.  Así se apagó, al menos, la 

parte superior de los escombros. 

Eran las cinco de la tarde. Ante 

los ojos espantados un espectáculo 

sencillamente indescriptible; visión 

dantesca y macabra imposible de seguir 

con la imaginación. Teníamos delante 

una ciudad completamente destruida, 

por la que íbamos avanzando sobre los 

escombros cuya parte inferior estaba 

aún llena de rescoldos. Cualquier 

descuido podía sernos fatal.

Pero mucho más terrible era 

la visión trágica de aquellas miles de 

personas heridas, quemadas, pidiendo 

socorro. Como aquel niño con quien me 

tropecé que tenía un cristal clavado en 

la pupila del ojo izquierdo, o aquel otro 

que tenía clavada en los intercostales, 

como si fuera un puñal, una gruesa 

astilla de madera.

Sollozando gritaba:

 -¡Padre, sálveme que no puedo más!

O aquel otro cogido entre dos 

vigas y con las piernas completamente 

calcinadas hasta la rodilla.

Así íbamos avanzando, cuando 

vimos de pronto venir hacia nosotros a 

un joven corriendo como loco, mientras 

pedía socorro: hacía ya veinte minutos 

que oía las voces de su madre, sepultada 

viva entre los escombros de su casa. 

Las llamas estaban ya calcinando su 

cuerpo y en tanto él hacía imposibles 

esfuerzos por separar las grandes vigas 

de madera que la tenían aprisionada.

Más impresionantes eran aún 

los gritos de los niños llamando a sus 

padres.  Otros habían perecido, como 

las doscientas alumnas de un colegio. 

El tejado se les había derrumbado