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Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
gaseosa, a una velocidad de quinientas
millas por hora, barrió una distancia de
seis kilómetros de radio. Por fin, a los
diez minutos de la primera explosión,
una especie de lluvia negra y pesada
cayó en el noroeste de la ciudad.
Los japoneses, que no sabían
que había explotado la primera bomba
atómica, con esa prodigiosa armonía
imitativa de su lenguaje, designaron este
nuevo fenómeno con la palabra Pika-
Don. “Pika” era para ellos el fogonazo,
y “don” el ruido de la explosión. Aún
ahora, al hablar de la bomba atómica,
muchos siguen llamándola el Pika-Don.
(…)
Apenas se podía avanzar entre
tanta ruina. Pero otra de las causas
que entorpecían nuestra marcha era
la cantidad sinnúmero de personas
que iban saliendo penosamente de
aquel infierno. Huían a duras penas,
sin correr, como hubieran querido, para
escapar de aquel infierno cuanto antes,
porque no podían hacerlo a causa de
las espantosas heridas que sufrían.
Nunca se me olvidará, porque
fue una de mis impresiones primeras
de la bomba atómica, aquel grupo de
muchachas jóvenes, de dieciocho a
veinte años, que venían agarradas unas
a otras, arrastrándose. Una de ellas
tenía una ampolla que le ocupaba todo el
pecho. Tenía además la mitad del rostro
quemado y un corte producido por la
caída de una teja, que, desgarrándole
el cuero cabelludo, dejaba ver el hueso,
mientras gran cantidad de sangre le
resbalaba por la cara. Y así la segunda,
la tercera… en una progresión que si
se continúa hasta 150,000 nos dará
una idea aproximada del cuadro de
Hiroshima.
Hospital improvisado
Seguíamos buscando medio de
entrar en la ciudad, pero era imposible.
Entonces hicimos lo único que se pude
hacer ante una hecatombe como esta:
caer de rodillas y orar pidiendo luz al
cielo, al verse uno desprovisto de todo
auxilio humano.
Al fin, acordándome que había
estudiado medicina hacía muchos años,
volví corriendo a casa para buscar
alguna ayuda. El botiquín lo encontré
debajo de los escombros, con las
puertas desechas: de entre las ruinas
fui sacando un poco de yodo, otro poco
de aspirina, sal de frutas y bicarbonato.
Esos eran mis poderes, cuando estaban
esperando 200,000 víctimas a quienes
auxiliar. ¿Qué hacer? ¿Por dónde
empezar? Caí de nuevo de rodillas y me
encomendé a Dios Nuestro Señor.
Allí fue donde Él me ayudó de
una manera especialísima, no con
medicinas, sino con una idea, que
sin duda hoy hará sonreír a cualquier
médico que lea esto: la de lograr a todo
trance ante la evidente falta de medios,
ayudar a la naturaleza para ponerla en
condiciones de reaccionar por sí misma.
Para eso limpiamos como pudimos la
casa y tratamos de acomodar en ella
a todos los enfermos y heridos que
nos fue posible, en total más de ciento
cincuenta.
Para conseguir nuestro fin lo
primero que había de hacerse era
preocuparse de la alimentación,