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Revista Espacios Políticos
Seguía sobre nosotros la lluvia
de tejas, ladrillos, trozos de cristal… tres
o cuatro segundos que nos parecieron
mortales, porque cuando se teme que
una viga se caiga en la cabeza y le
aplaste a uno el cerebro, el tiempo se
hace muy largo.
¿Una bomba en el jardín?
Cuando pudimos ponernos en
pie, fuimos a recorrer la casa. Yo tenía
la responsabilidad de los treinta y cinco
jóvenes que estaban bajo mi dirección.
No encontré a ninguno herido, ni
siquiera con el menor rasguño.
Salimos al jardín, para ver dónde
había caído la bomba, pues nadie
dudaba que esto hubiese sucedido;
pero al llegar y recorrerlo todo, nos
miramos extrañados unos a otros: allí
no había ningún hoyo, ni ninguna señal
de explosión. Los árboles, las flores,
todo, aparecía normal.
Estábamos recorriendo los
campos de arroz que circundan nuestra
casa para encontrar el sitio de la bomba,
cuando, pasado un cuarto de hora,
vimos que por la parte de la ciudad se
levantaba una densa humareda, entre
la que se distinguían, claramente,
grandes llamas.
Subimos a una colina para ver
mejor, y desde allí pudimos distinguir
en donde había estado la ciudad,
porque lo que teníamos delante era una
Hiroshima completamente arrasada.
Como las casas eran de madera,
papel y paja, y era la hora en que todas
las cocinas preparaban la primera
comida del día, con ese fuego, y los
contactos electrónicos, a las dos horas
y media de la explosión toda la ciudad
era un enorme lago de fuego.
“Pika-don”
Y cortando aquí la narración de lo
que nosotros vimos y experimentamos
en Nagatsuka, vamos a trasladarnos
con la imaginación hasta Hiroshima,
para ver lo que allí había sucedido.
A las ocho y cuarto de la mañana,
un avión americano B-29 arrojó una
bomba que hizo explosión en el aire
a una altura de 150 metros. El ruido
fue muy pequeño y le acompañó un
fogonazo, parecido al de magnesio, que
fue el que nosotros vimos desde nuestra
casa a seis kilómetros de distancia.
Durante unos momentos, algo,
seguido de una roja columna de llamas,
cayó rápidamente y estalló de nuevo.
Esta vez terriblemente, a una altura
de 570 metros sobre la ciudad. La
violencia de esta segunda explosión
es indescriptible. En todas direcciones
fueron disparadas llamas de color azul y
rojo, seguidas de espantoso trueno y de
insoportables olas de calor, que cayeron
sobre la ciudad arruinándolo todo: las
materias combustibles se inflamaron,
las partes metálicas se fundieron, todo
en obra de un solo momento…
Al siguiente, una gigantesca
montaña de nubes se arremolinó
en el cielo; en el centro mismo de
la explosión apareció un globo de
terrorífica cabeza. Además, una ola