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Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Ha sido común en el debate
intelectual nacional, que afloren
posiciones que citan de forma esquiva
y truncada, los acuerdos alcanzados
dentro del proceso de paz. Tales
concepciones, que desconocen la
integralidad del proceso postconflicto,
son las que de manera parcial, han
sido utilizados por uno y otro bando
para establecer sus alcances tras
sus líneas ideológicas propias. Ello
solo ha significado la pérdida de la
concepción unitaria del proceso de
paz, el debilitamiento de la precaria
institucionalidad judicial, la ausencia de
debate académico de altura; pero sobre
todo, la ambivalencia de los criterios
políticos de los actores nacionales.
Un proceso de paz como el
guatemalteco, en el que la propia
comisión oficial integrada dentro del
proceso pacificador, sostuvo que en un
tiempo y en un lugar determinados, se
registraron acciones que pueden ser
tipificadas como actos de genocidio, de
forma clara y contundente, implica la
necesaria investigación que el aparato
judicial debía hacer de los hechos.
En las líneas de este artículo,
no se trata de justificar la inocencia o
culpabilidad de los encartados. Eso no
es materia de un trabajo de debate
intelectual en el campo académico,
pues tendríamos en todo caso que
debatir los alcances de las pruebas
aportadas. Acá de lo que se trata, es
de intentar demostrar que, si dentro
de la dinámica del proceso de paz se
estableció la existencia de actos de
genocidio, el aparato judicial no podía
seguir aletargado, con su habitual
silencio, frente a la posibilidad de que
pudo haber existido en el país el peor
de los delitos que la humanidad, hasta
la fecha, ha tipificado.
El delito de genocidio, un delito
de odio, intentó ser investigado por
tribunales españoles y fue el propio
sistema guatemalteco el que defendió
sus fueros. De allí que desde el ángulo
político, era preciso contar con un
proceso que investigara lo denunciado.
Desde la arista jurídica no existía
ningún impedimento para realizar
una investigación judicial; y desde
el punto de vista social, era preciso
para la sociedad en su conjunto, que
se conociera la verdad histórica. Y esa
verdad histórica, al tratarse de delitos,
solo puede ser establecida por un
tribunal penal.
Cientos de recursos y remedios
procesales precedieron al debate sobre
el delito de genocidio. Los acusados
fueron asistidos por un amplio equipo de
conocidos abogados, que presentaron
todas las defensas que pudieron para
depurar los actos del proceso. Algo que
es evidente y notorio y que sí constituye
una afrenta para los implicados en este
caso, es el serio atraso con el que las
resoluciones judiciales se produjeron,
porque los plazos establecidos en la ley
no fueron cumplidos, por ninguno de los
tribunales competentes, pero en donde
los dilatados procedimientos en la Corte
Suprema de Justicia y en la Corte de
Constitucionalidad, dejaron al desnudo
la débil jurisdicción constitucional
existente en el país.
El debate inició con sorpresas
y crisis procesales. La renuncia de
los defensores del general Ríos Montt
marcaría la patología procesal que
después se conoció por nuestro tribunal