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Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

por el reconocimiento 

de sus actos inmorales 

y criminales. Conociendo 

la verdad de lo suce-

dido será más fácil 

alcanzar la reconciliación 

nacional, para que los 

guatemaltecos podamos 

en el futuro vivir en una 

auténtica democracia, sin 

olvidar que el imperio de 

la justicia ha sido y es 

el clamor generalizado 

como medio para crear un 

Estado nuevo.

Una vez rendido el informe 

sobre la verdad histórica de lo que 

aconteció, varias preguntas surgieron: 

¿qué hacer con él? ¿cómo puede servir 

tal informe, que considera esa verdad 

como instrumento de reparación, para 

que víctimas y victimarios se sientan 

dignificados?  Esto fue más complejo 

de lo que se creyó, porque al parecer 

los bandos no reconocieron los horrores 

cometidos;  por el contrario, aún a 

estas alturas de la historia, justifican 

las atrocidades. Y lo que es peor, una 

buena parte de la élite (que se esperaba 

fuera intelectual) también defiende “la 

necesidad” de los excesos y glorifica la 

represión. Pero aún más grave, algunos 

se convierten en verdaderos apologistas 

de delitos y del ejercicio del poder sin 

racionalidad.  

La justicia, ese engranaje 

anquilosado que los guatemaltecos 

jamás han visto rodar con facilidad, sí ha 

tenido que moverse en torno a distintos 

casos sometidos a su conocimiento, por 

virtud de denuncias formuladas por las 

víctimas. Así, ex soldados, ex patrulleros 

civiles, ex comisionados militares, 

han sido juzgados y condenados en 

torno a hechos que configuran delitos 

cometidos por el aparato estatal. Existe 

y es evidente, un incipiente esfuerzo 

por parte del Ministerio Público para 

empujar y promover la investigación 

y las conclusiones de procesos que 

ventilan los horrores. 

En 1980, quizás el aparato de 

represión urbano  más importante del 

país, fue la temible “Policía Judicial”. 

Ese aparato, que quedó desmantelado 

desde el golpe de Estado de 1982, 

representó un cuerpo institucional de 

asesinato, tortura, desapariciones y 

hasta latrocinio. Fue estudiado desde 

la óptica de nuestro sistema judicial 

y logró la condena de su máximo jefe 

entre 1980-1982. Sin embargo, Pedro 

García Arredondo, un simple matón que 

tuvo el poder de organizar actividades 

represivas,  jamás figuró como un 

verdadero hombre de poder. Alcanzó 

poder en los años en que ejerció su 

cargo, pero fue producto de la confianza 

del dictador de turno. Ese fue su único 

mérito. 

El sistema de justicia corroboró 

la forma en que desde un aparato 

institucional estatal -como lo fue 

la “Policía Judicial”- se habían 

perpetrado desapariciones y crímenes 

y fue condenado su responsable. Sin 

embargo, es evidente que no se tocaba 

a un hombre de poder. Por otra parte, 

también se produjeron condenas en 

contra de miembros de tropa por 

masacres cometidas. 

Han existido tribunales que 

han tenido que conducir debates en 

torno a crímenes  masivos y que han 

dictado también, condenas en contra 

de responsables operativos de las 

matanzas. También presidentes de 

la República,  que en su función de 

Comandantes Generales del ejército,