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Revista Espacios Políticos
Quisiera hoy reflexionar con
ustedes sobre el cambio que queremos
y necesitamos.
Ustedes saben que escribí
recientemente sobre los problemas
del cambio climático. Pero, esta
vez, quiero hablar de un cambio en
otro sentido. Un cambio positivo,
un cambio que nos haga bien, un
cambio –podríamos decir– redentor.
Porque lo necesitamos. Sé que
ustedes buscan un cambio y no sólo
ustedes: en los distintos encuentros,
en los distintos viajes he comprobado
que existe una espera, una fuerte
búsqueda, un anhelo de cambio en
todos los pueblos del mundo. Incluso
dentro de esa minoría cada vez más
reducida que cree beneficiarse con
este sistema, reina la insatisfacción y
especialmente la tristeza.
Muchos esperan un cambio que
los libere de esa tristeza individualista
que esclaviza.
El tiempo, hermanos, hermanas,
el tiempo parece que se estuviera
agotando; no alcanzó el pelearnos
entre nosotros, sino que hasta
nos ensañamos con nuestra casa.
Hoy la comunidad científica acepta
lo que desde hace ya mucho
tiempo denuncian los humildes: se
están produciendo daños tal vez
irreversibles en el ecosistema. Se
está castigando a la Tierra, a los
pueblos y a las personas de un modo
casi salvaje. Y detrás de tanto dolor,
tanta muerte y destrucción, se huele
el tufo de eso que Basilio de Cesarea
–uno de los primeros teólogos de
la Iglesia– llamaba «el estiércol del
diablo», la ambición desenfrenada
de dinero que gobierna. Ese es «el
estiércol del diablo». El servicio
para el bien común queda relegado.
Cuando el capital se convierte en
ídolo y dirige las opciones de los
seres humanos, cuando la avidez
por el dinero tutela todo el sistema
socioeconómico, arruina la sociedad,
condena al hombre, lo convierte
en esclavo, destruye la fraternidad
interhumana, enfrenta pueblo contra
pueblo y, como vemos, incluso pone
en riesgo esta nuestra casa común, la
hermana y madre tierra.
No quiero extenderme descri-
biendo los efectos malignos de esta
sutil dictadura: ustedes los conocen.
Tampoco basta con señalar las cau-
sas estructurales del drama social y
ambiental contemporáneo. Sufrimos
cierto exceso de diagnóstico que a ve-
ces nos lleva a un pesimismo charla-
tán o a regodearnos en lo negativo.
Al ver la crónica negra de cada día,
creemos que no hay nada que se pue-
de hacer salvo cuidarse a uno mismo
y al pequeño círculo de la familia y los
afectos.
¿Qué puedo hacer yo, cartonero,
catadora, pepenador, recicladora
frente a tantos problemas si apenas
gano para comer? ¿Qué puedo hacer
yo artesano, vendedor ambulante,
transportista, trabajador excluido, si
ni siquiera tengo derechos laborales?
¿Qué puedo hacer yo, campesina,
indígena, pescador, que apenas
puedo resistir el avasallamiento
de las grandes corporaciones?