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Revista Espacios Políticos
derechos humanos, como marco de
referencia externo al poder, trazan ya
los elementos básicos del desarrollo
de una nueva civilización. La Iglesia
católica ha hablado repetidas veces
de impulsar una civilización del amor.
Y más concreto, Ignacio Ellacuría,
desde la academia, hablaba de una
civilización de la pobreza. En dicha
civilización, y en oposición a la cultura
del capital, el trabajo como realidad
que humaniza debe ser la base de la
convivencia y la estructuración social
33
.
Hay que darle la suficiente prioridad
al trabajo para que pueda al mismo
tiempo crear riqueza y contribuir
a la autorrealización personal, a
la satisfacción de necesidades y al
desarrollo de las capacidades de
todos. Mientras la civilización del
capital prioriza la acumulación de
la riqueza como motor de la historia
y del desarrollo, beneficiando solo
a pequeños grupos, la civilización
del trabajo mira y privilegia al
conjunto de los seres humanos como
productores de riqueza y en el mismo
sentido gestores posibles de su
desarrollo personal y social. Nuestras
posibilidades universitarias no son
ni con mucho tan enormes como
las de los países desarrollados, pero
pueden ser construidas positivamente
33 Ellacuría insistía en que el “trabajo no
Ellacuría insistía en que el “trabajo no
tenga por objetivo principal la producción
de capital, sino el perfeccionamiento del
ser humano. El trabajo, visto a la par como
medio personal y colectivo para asegurar
las necesidades básicas y como forma
de autorrealización, superaría distintas
formas de auto y hétero-explotación y
superaría, así mismo, desigualdades no sólo
hirientes, sino causantes de dominaciones y
antagonismos” (Ellacuría, I. [2000]. Utopía
y profetismo desde América Latina. En
Escritos Teológicos II. p. 275. San Salvador).
desde un nuevo estilo del cultivo de
las ciencias que esté mucho más
empeñado en crear dimensiones
civilizatorias diferentes, que incorporen
a los más pobres y excluidos de
nuestras sociedades a un estilo de
desarrollo más humano. Y ese modo
de cultivar la ciencia y la investigación
puede favorecer sustancialmente
un desarrollo equitativo y distinto
del actual, que fuerza el crecimiento
de y en la desigualdad, excluye de
beneficios a los pobres y expulsa
del territorio a la propia población,
obligada muchas veces a migrar por la
pobreza y la violencia imperante.
El papa Francisco ha criticado
la cultura del desecho y ha repetido
que la economía de la exclusión y la
inequidad, clara impulsora de culturas
capaces de prescindir de la humanidad
débil, es una economía que mata.
Como todos los ídolos, el dinero
deificado pide sacrificios humanos. “La
adoración del antiguo becerro de
oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado
una versión nueva y despiadada
en el fetichismo del dinero y en la
dictadura de la economía sin un rostro
y sin un objetivo verdaderamente
humano”. La globalización del capital
ha acelerado esta tendencia que
el papa no duda en catalogar como
“tiranía invisible”
34
. Esta realidad no
es nueva. Ya Pío XI decía en 1931
que “esta acumulación de poder y de
recursos, nota casi característica de
la economía contemporánea, es el
fruto natural de la ilimitada libertad
de los competidores, de la que han
sobrevivido sólo los más poderosos,
lo que con frecuencia es tanto como
34 Evangelii gaudium. No. 55 y 56.