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La inclusión no es solo una palabra de moda que al emplearla
nos hace mejores personas al facilitar un espacio de igualdad
y equidad a los demás. Al contrario, es una manera de
convertirse en participante activo de lo que nos corresponde
en ese espacio, para que todos los que lo ocupamos tengamos
esa equidad e igualdad como un estilo de vida digno y factible
de hacer cada vez mejor. Ser iguales no es lo mismo que vivir
en igualdad de condiciones. El principio de normalidad, otro
término asociado desde la educación especial a los procesos
de inclusión, busca que colaboremos para que todos estemos
y tengamos un estilo de vida lo más parecido a lo que la
mayoría consideramos normal. Es decir, la igualdad nos
permite acceder a lo mismo, a recibir de los demás lo que
necesitemos, para que ese acceso sea siempre el mismo. Esto,
sin que nosotros mismos dejemos de contar con esas mismas
posibilidades.
Vitello y Mithaug (1998), mencionados por Unesco (2017),
afirman:
La inclusión y la equidad son principios fundamentales
que deberían orientar todas las políticas, planes y
prácticas educativos, en lugar de ser el foco de una política
separada. Estos principios reconocen que la educación es
un derecho humano y es la base para que las comunidades
sean más equitativas, inclusivas y cohesivas (p. 18).
Conversa